Mariana de los Ríos

La hora de la desaparición

Reseña crítica de la esperada y elogiada película de terror

La hora de la desaparición
Mariana de los Ríos
14 de agosto del 2025

 

Con Barbarian (2022), el director Zach Cregger (Virginia, Estados Unidos, 1981) sorprendió al público con una propuesta que tomaba un punto de partida sencillo y lo llevaba en direcciones imprevisibles. Ahora, con La hora de la desaparición (Weapons), su segunda película, el Cregger retoma esa fórmula: un detonante claro, inquietante y reconocible, que pronto se convierte en un laberinto narrativo de múltiples voces, imágenes perturbadoras y giros calculados para mantenernos siempre un paso detrás de la historia.

La premisa es simple y dramática: diecisiete niños de una misma clase escolar, en un pequeño pueblo estadounidense, desaparecen la misma noche. Exactamente a las 2:17 a. m., todos se levantan de la cama y salen de sus casas, con los brazos extendidos como si jugaran a ser aviones. La policía no entiende nada, los padres buscan culpables, y la maestra Justine Gandy –interpretada sobriamente por Julia Garner– se convierte en blanco de sospechas y furia. Solo uno de sus alumnos, Alex (Cary Christopher), permanece en casa. La pregunta —¿por qué él no?— queda flotando, pero la comunidad prefiere encontrar una persona a la que culpar antes que indagar con eficacia.

Cregger estructura la película en capítulos centrados en distintos personajes, lo que le da un aire coral que remite tanto a Magnolia como a los relatos interconectados de Pulp fiction. La primera sección sigue a Justine, atrapada entre su propia vida personal en ruinas y el creciente acoso social. Luego la historia salta hacia Archer Graff (Josh Brolin), un padre destrozado, cuya perspectiva recontextualiza momentos ya vistos. Más adelante entran en juego el policía Paul (Alden Ehrenreich), un delincuente de poca monta llamado James (Austin Abrams) y el director escolar Marcus (Benedict Wong). Cada segmento repite, complementa o distorsiona fragmentos narrativos, creando un mosaico de versiones parciales y secretos cruzados.

La elección de cambiar constantemente de punto de vista da a cada actor un espacio definido: Garner transmite una tensión nerviosa y un resentimiento palpable; Brolin, un dolor que se mezcla con la obstinación; Ehrenreich, el agotamiento de quien ya tiene suficientes batallas internas como para lidiar con un misterio de esta magnitud. Incluso los personajes secundarios reciben instantes que los hacen más que simples engranajes del guion.

En lo visual, la mano del director de fotografía Larkin Seiple se nota en la manera en que la cámara se adentra físicamente en la acción: encuadres pegados a una puerta que se azota, persecuciones en plano cerrado, movimientos que simulan el vértigo de estar dentro de la escena. El montaje de Joe Murphy refuerza la confusión y la tensión, dosificando la información y jugando con las expectativas del espectador.

A pesar de la gravedad del misterio, Cregger no renuncia al humor. Hay intercambios de diálogos que desarman la solemnidad y que, en lugar de romper la tensión, la hacen más realista: personas reaccionando con incredulidad, sarcasmo o cansancio ante lo incomprensible. El resultado es una atmósfera en la que lo siniestro y lo absurdo conviven, a veces en la misma escena.

Hasta aquí, la película se presenta como un thriller coral con elementos de terror, envuelto en un dispositivo narrativo que alterna tensión pura con respiros cómicos. Pero la resolución del misterio avanza no tanto por acciones lógicas como por decisiones arbitrarias de la trama: policías extraordinariamente ineptos, vecinos que ignoran evidencias obvias, y giros que dependen más de la sorpresa inmediata que de la coherencia.

El juego de puntos de vista sugiere una complejidad que, al final, resulta más ilusoria que real. La película parece insinuar capas temáticas —posibles lecturas como alegoría de tiroteos escolares, de la pandemia o de la paranoia comunitaria—, pero Cregger evita comprometerse con ninguna, dejando todo en un terreno ambiguo. Para algunos espectadores esto será un acierto, un rechazo consciente al subrayado moral; para otros, un signo de vacilación creativa que impide que la historia deje una huella más profunda. Y el clímax, aunque visualmente impactante y cargado de tensión física, carece de la resonancia emocional que el desarrollo parecía presagiar. Hay caos, sí, pero no la catarsis que podría darle sentido.

La comparación con Barbarian es inevitable. Cregger demuestra mayor control técnico, una puesta en escena más segura y una habilidad para manejar el suspense en un registro más ambicioso. Pero, igual que en su debut, las virtudes de atmósfera y dirección conviven con ciertas carencias del guion. La diferencia es que aquí la escala mayor hace que esas carencias se noten más. La hora de la desaparición es, en última instancia, un ejercicio de tensión y artificio narrativo que brilla en su construcción formal y en la energía de su reparto. Es un viaje entretenido y, por momentos, inquietante, que ofrece imágenes y secuencias memorables, pero que no alcanza la densidad o la sorpresa necesarias para consolidar a Cregger como un maestro del terror.

Mariana de los Ríos
14 de agosto del 2025

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