La gran marcha

La masiva migración venezolana nos da cuenta del fracaso de la revolución chavista. Vienen a la memoria las fugas de alemanes del Este hacia el occidente capitalista y la aventura en el mar de muchos balseros cubanos que preferían morir rumbo a Miami que quedarse en la monótona cárcel castrista. El desastre económico de Chávez y Maduro (porque no es solo este, sino la inviabilidad del modelo chavista) se exhibe hoy en el mundo a través de un éxodo que debería sonrojar al dictador venezolano. Se reportan cuatro millones de personas escapando del llano hacia una vida mejor. El 40% de venezolanos ya quiere escapar (Consultora 21).

Probablemente la hiperinflación y el desborde de la miseria incremente el número, y en pocos años sean varios millones más de personas y familias tratando de encontrar un refugio fuera: empleo, medicina, futuro para los hijos y libertad. Son objetivos legítimos que reclamaríamos para los nuestros si nos colocamos en el lugar de los venezolanos.

El enfoque humanitario debe prevalecer, pero escucho argumentos que pretenden tocar la materia desde el puro economicismo: el incremento de la oferta laboral presiona hacia abajo los salarios, y la competencia por los puestos en mercados laborales con un alto nivel de informalidad plantea menores exigencias, que hacen las delicias de los pequeños y angurrientos capitalistas. No hay data, dicen, solo la observación les sirve. Por desgracia cuando algo ocurre de golpe se alimentan algunas pulsiones públicas fáciles de manipular, entre ellas la xenofobia.

Hay países en los que la migración venezolana es alarmante. Uno de ellos es Colombia, que ha recibido a alrededor de un millón de personas desde Chávez. Se lee en el diario El País (en su edición del 24 de agosto) una declaración del director de Migración colombiano sobre el tema de los pasaportes: “Sabemos que su gobierno (el de Maduro) no los está expidiendo, pedirlo es castigar al pueblo por los errores de sus mandatarios”. Sin embargo, la flexibilidad gubernamental para los pasaportes (el Perú mira al costado) puede no coincidir con un inconfesable sentimiento en algunos sectores, especialmente en esos que creen que el alto flujo de extranjeros es una amenaza a su sobrevivencia.

Recientemente un cordial amigo venezolano contaba de su larga marcha a Lima y de las dificultades vividas en Colombia, donde tuvo que simular el acento para no ser rechazado, y de algunas reacciones aisladas recientes aquí en Lima. De esa manera quedaba claro que, aunque un gobierno opte por el humanitarismo, hay capas sociales en las que el miedo o rechazo al extranjero tiende a crecer si rebota un discurso. Si los políticos manipulan esas oscuras tendencias, la probabilidad de que la xenofobia se introduzca en los gobiernos es casi un hecho.

Pronto manipular los temores de la gente podría ser políticamente rentable para aquellos que saben que las redes sociales no son un espejo de la calle, sino un espejismo sin fuerza electoral. “¿Si le fue bien a él para la alcaldía, por qué no a mí para Palacio?”, podría preguntarse algún oportunista en 2021. Después de todo ser escandaloso, xenófobo o radical llama a los periodistas, que alimentan (reprimiendo su propia certeza de estar catapultando a un político) aquello que precisamente tratan de combatir. Así nacieron y crecieron los Humala.

Mientras tanto, muy lejos una dictadura ilegítima y desastrosa, guiada por un alucinado errátil y vigilada por un eficiente servicio policiaco, parece no caerse ni de madura. Al menos en eso la hizo bien Chávez: colocar minas en los alrededores de una casa de paja que nadie parece estar determinado a derribar.