Juan C. Valdivia Cano

La banalidad del mal: el caso Eichmann

Adolf Eichmann no tenía la personalidad desquiciada y luciferina de Hitler

La banalidad del mal: el caso Eichmann
Juan C. Valdivia Cano
23 de septiembre del 2022


La historia, como disciplina, no es un simple recuento descriptivo de hechos del pasado considerados relevantes, como se enseña en el colegio; es más bien la conciencia del presente a través de esos hechos, conciencia de lo que somos hoy. Esto es lo que interesa en la historia en sentido moderno desde Kant. Hay que darles sentido a esos hechos, determinar su vinculación específica, sus motivos y consecuencias. ¿Cómo hemos llegado a ser lo que somos? Los hechos no vienen con su interpretación bajo el brazo y no podemos evitarla: la interpretación como creación de sentido. Si bien podemos decir también como Isaiah Berlin que “la historia es el relato de lo que han hecho y sufrido individuos humanos”, historia también “es lo que hacen los historiadores”. No hay narración, ni descripción inocua, emitida a-históricamente desde ningún lugar y tiempo, desde ningún punto de vista. Solo hay puntos de vista, y son históricos, sociales o humanos. No hay hechos, sino interpretación de los hechos, decía Nietzsche, cuando no de documentos, crónicas, monumentos: “esa confusa amalgama de cuentos de viajeros, fábulas, memorias, narraciones, reflexiones morales y chismorreo” que llamamos historia, agrega Berlin. 

El historicismo, mientras tanto, es una tendencia que no implica solo distinto pensamiento sino también un distinto sentimiento y en general distinta cosmovisión, en un contexto de consolidación de los estados y egos nacionales europeos, que parieron el nacionalismo y la carrera por el desarrollo competitivo entre los modernos estados nación en el siglo XIX europeo. Carrera en la que Alemania e Italia se retrasaron fatalmente. El costo de ese retraso se apellida totalitarismo fascista, que en el caso alemán se presenta como nihilismo nazi: “Han sido los primeros que han construido un Estado basándose en la idea de que nada tenía sentido y que la historia no era sino el azar de la fuerza” , como lo recuerda Camus en El hombre rebelde: “La paradoja insostenible de Hitler –decía Camus– ha sido justamente querer fundar un orden estable sobre un movimiento perpetuo”. Rauschning, en su Revolución del nihilismo, tiene razón cuando dice que la revolución hitleriana era un “dinamismo puro”, un movimiento indetenible que no va a ninguna parte, o que va hacia la nada. Nihilismo viene de nihil que quiere decir “nada” justamente. 

El romanticismo alemán, especialmente en la obra de Schelling, representa “el clima cultural de Alemania al momento que irrumpe el historicismo jurídico”. Y esto no es un simple dato. “Aquel movimiento enfrenta al iluminismo, (o Ilustración). Y por oposición a este, destacará el valor de la historia vivida y sentimientos que la acompañan: los sentimientos de los grupos orgánicos configurados en naciones…” , como aclara Rodolfo Luis Vigo. Federico Carlos von Savigny es su representante más importante. 

El estado nazi es uno de desvinculación jurídica, un Estado anti jurídico formalmente jurídico, por así decirlo: una vuelta política completa para hacer del crimen y la discriminación un objetivo perfectamente legal: lo hace posible ese tipo de estado y la concepción positivista kelseniana del derecho, a pesar de Kelsen que era un liberal y un demócrata. El derecho romano germánico quedó derogado con el nihilismo nazi, porque con el quedo derogado todo sentido del derecho, porque con el quedó derogado todo sentido. Nada lo tiene. Solo quedó el poder puro, sin ética, sin código ni principio, ni valor alguno. Y un derecho sin ética, valores o principios, no es derecho. Solo quedó Adolfo Hitler, el resentido mayor, cuya personalidad individual juega un papel decisivo conjuntamente con otras condiciones históricas.

En una entrevista al sicólogo C.G. Jung, (que traduzco de un libro en francés) el famoso periodista de la época H. R. Knikerbocker le pregunta por la casi nula influencia de Hitler fuera de Alemania y el unánime fervor fanático dentro de ella. Los alemanes se postraron ante el Führer. Y Jung contesta que “la razón es que Hitler es el espejo del inconsciente de cada alemán, el portavoz que amplifica los susurros inaudibles del alma alemana y los vuelve accesibles a la oreja del inconsciente (…) El poder de Hitler no es político: es mágico”. ¿Qué entiende por mágico?, le pregunta el premio Pulitzer norteamericano. Y Jung responde: “Para comprender esto, es necesario saber qué cosa es el inconsciente. Es una parte de nuestra constitución sobre la cual tenemos poco control y que graba toda clase de impresiones y sensaciones; contiene pensamientos y aún conclusiones que ignoramos (…) Se mantienen por debajo del suelo de la conciencia. Pero todas estas impresiones subliminales son registradas; nada se pierde (…) Alguien puede hablar con una voz apenas audible en la pieza vecina mientras que hablamos aquí. No le damos importancia, pero dentro del inconsciente la conversación se ha grabado con tanta precisión como en una grabadora. El secreto del poder de Hitler no radica en que su inconsciente sea más rico o más lleno que el de ustedes o el mío. Su secreto es doble; primeramente, su inconsciente accede de manera excepcional a la conciencia: y en segundo lugar, él (Hitler) deja actuar a aquel (el inconsciente) en él (en Hitler) (…) . El verdadero líder es conducido”

El historicismo alemán es un esfuerzo de recuperación y revalidación de la realidad tempoespacial concreta y viviente, de la historia y también las reflexiones e interpretaciones que se derivan de esa realidad, en aparente o real contraste con el racionalismo deductivista y abstracto de la Ilustración, que a la par que sobredimensiona el papel y el valor de la razón y la ciencia sin ver claramente sus límites, desmerece las facultades o potencias humanas no racionales que el romanticismo reivindica: la totalidad como paradigma. “La verdad es el todo”, decía Hegel. Y el historicismo es romanticismo porque implica entre otras cosas “el sentimiento profundamente nacional”, y la idea del “despliegue evolutivo de la realidad (que) lo lleva a privilegiar su historicidad”. 

De allí el vínculo insoslayable del historicismo con el romanticismo alemán, que ha influido en todo el mundo (el bolero latinoamericano es una prueba de ello). El valor reconocido a la propia historia jurídica nacional, hasta el punto que el espíritu de un Wotan resentido parece resucitar encarnado en un pequeño cabo austriaco de bigotito chaplinesco, llamado Adolfo. La exacerbación de la ideología nacionalista y la estatolatría que le era subyacente se expresa ya desde la época del influyente Hegel, filósofo oficial del estado prusiano. La idea de este “espíritu absoluto” encarnado en el Estado, que es también “encarnación de la idea moral”, como decía el mismo Hegel, algo tiene que ver con la peregrina idea, también hegeliana, que “todo lo real es racional”, incluso las peores atrocidades, y tiene que ver probablemente con el totalitarismo y particularmente con la personalidad y la actitud de Adolf Eichmann durante el régimen nazi y después de la guerra. 

Eichmann y Hitler tienen en común un mismo triste pasado austriaco juvenil, la misma ciudad, el mismo colegio, la misma época, sin trabajo ni profesión, ni dinero, ni habilidad especial; víctimas de la derrota y la crisis post bélica que rumiaba su resentimiento y sus complejos esperando la hora de la venganza. Pero uno llega a ser líder carismático hasta la caricatura, el otro fue una pieza remarcablemente eficiente de la siniestra maquinaria administrativa nazi. Y la hora de la venganza llegó en forma de Estado nacionalsocialista, que parecía la materialización del Estado hegeliano, como recuerda RL Vigo: “El Estado es el momento culminante del espíritu objetivo y de él Hegel llega a decir que es el espíritu de un pueblo, su religión , culto , moral, usos, arte, constitución, leyes, políticas, toda la amplitud de sus instituciones, sus sucesos y hechos, presencia de Dios en el mundo”. La totalidad. 

¿Tiene que ver con la actitud de Eichmann? Lo preguntamos porque, como lo hace ver claramente Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Eichmann era un tipo normal, un disciplinado y eficiente administrador militar, buen padre de familia y responsable súbdito del Reich. No tenía la personalidad desquiciada y luciferina de Hitler o del sicópata Streicher. Era como la encarnación del hombre normal en un contexto de guerra mundial. Y eso no le quitaba carácter igualmente terrorífico a su actividad de organizador de los traslados masivos de judíos de toda Europa hacia los campos de exterminio, alguien que podía actuar así sin ninguna mala conciencia, creyendo más bien que estaba actuando correctamente, llegando incluso a fundar sus argumentos en el imperativo categórico kantiano. Su personalidad y su actitud es más inquietante aún que la de los más carismáticos representantes de la “banalidad del mal”: su siniestra normalidad, en el contexto de un estado totalitario. Se diluye el sentimiento de individualidad y se aviva el de comunidad.

Estas son palabras clave de la gran pensadora judía sobre el sino de Eichmann y el estado de su alma: “Eichmann no era un Yago ni un Macbeth, y nada pudo estar más lejos de sus intenciones que resultar un villano. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su progreso personal. Y, en sí misma, la diligencia no era criminal; Eichmann hubiera sido absolutamente incapaz de asesinar a su superior para heredar su cargo. Eichmann sencillamente no supo jamás lo que se hacía. Y fue precisamente esta falta de imaginación, lo que le permitió, en el curso de varios meses, estar junto al judío alemán encargado de efectuar su interrogatorio policial en Jerusalén y hablarle con el corazón en la mano, explicándole una y otra vez las razones por las que tan solo pudo alcanzar el grado de teniente coronel de la SS y que él no tenía ninguna culpa de no ser ascendido a superiores rangos”. Era “terrible y terroríficamente normal”, señala Hannah Arendt. 

Es el espíritu de un resentido, con el auxilio de la poderosa ingeniería de manipulación, la más eficiente, novedosa y exitosa, la del ingenioso Goebbels y piezas eficientes como Eichmann; pero también pesa el viejo anti semitismo europeo, y no solo alemán, que tuvo también papel preponderante; así como el resentimiento y la humillación pos bélica por la derrota en la Primera Guerra; el hambre y la crisis económica. Pero especialmente una consecuencia grave que explica la aterradora perfomance nazi: la desaparición de todos los valores, tradicionales y no tradicionales, religiosos o liberales, de izquierda o de derecha, etc. 

Si nada tiene sentido, o lo único que tiene sentido es la nada, entonces todo está permitido. Un estado sin ideología, (salvo la de la raza superior) y sin más proyecto que la pura dinámica del poder y el exterminio de todo un pueblo en el continente europeo, solo puede terminar muy mal. Una sola raza, una sola verdad: que no hay verdad alguna. Un solo Führer, Adolfo Hitler. Pero también ese poderoso, eficiente y novedoso sistema de manipulación mental de masas, que inauguró una tradición que ahora es muy bien aprovechada por los incentivadores del consumismo y el nihilismo masivo de hoy, profetizado por Nietzsche hace más de cien años. 

Lo que se juzgó en Núremberg y Jerusalén no tenía precedentes en la historia humana, había que inventar salidas novedosas en esos procesos (los más dramáticos del siglo XX) para solucionarlos con justicia. Hannah Arendt sostiene que “el concepto de genocidio acuñado con el explícito propósito de tipificar un delito anteriormente desconocido, aun cuando es aplicable al caso Eichmann, no es suficiente para abarcarlo en su totalidad, debido a la simple razón de que el asesinato masivo de pueblos enteros no carece de precedentes”. La expresión matanzas administrativas le parece más conveniente. Y pueden ser dirigidas contra cualquier grupo nacional o extranjero. Y que no tenía precedentes lo demostró el hecho que “al ser juzgado en Jerusalén, el derecho hebreo aplica por primera vez en su historia milenaria la pena de muerte”. Ese no fue un buen signo, ciertamente.

Juan C. Valdivia Cano
23 de septiembre del 2022

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