Juan C. Valdivia Cano

La crisis de nuestra democracia

Por la contradicción entre normas modernas y mentalidades premodernas

La crisis de nuestra democracia
Juan C. Valdivia Cano
20 de junio del 2025


Otra vez las elecciones peruanas. Solo que ahora tal vez sean peores, porque los diversos defectos de nuestra democracia se han desbordado, reduciendo la vida política a su versión más cruda, a su mínima expresión: pura correlación de fuerzas y exceso de demagogia. Sin disfraz ideológico, sin discurso coherente, sin ideario ni doctrina, el llamado “animal político” se muestra en su forma más elemental en el Perú. Y los electores y candidatos serán casi los mismos de siempre. Un panorama poco alentador.

En las elecciones de 2021 me irritaban los constantes llamados a “votar bien”, “votar conscientemente”, “votar responsablemente”. Como si la consciencia, la responsabilidad y las buenas decisiones políticas pudieran materializarse mágicamente a punta de exhortaciones mediáticas. Es como pretender lograr la paz mundial con los buenos deseos del Papa, algo que Mafalda retrataba con su ácida ironía rioplatense.

Y a pesar de (o gracias a) esos bienintencionados llamados, fue elegido Pedro Castillo. Luego, gracias a su desastroso gobierno, su visible incapacidad y su fallido intento de golpe, hoy tenemos a Dina Boluarte. Que esos llamados ingenuos se sigan repitiendo para las elecciones de 2026, demuestra que seguimos sin comprender la raíz del problema: el estado ideológico y educativo de la mayoría del electorado, su baja calidad formativa, y una comprensión pobre de cómo debe funcionar la democracia en un país específico como el nuestro. Todo está profundamente vinculado.

El primer síntoma evidente del problema es que los votantes se parecen demasiado a Pedro y a la devotísima y calculadora Dina. Porque si la mayoría de electores no compartiera ciertas carencias con ellos, simplemente no los elegiría. El problema no son únicamente los elegidos, sino los electores. Los representantes siempre serán reflejo de quienes los eligen. Deben cambiar ambos.

Y para lograr ese cambio, es fundamental transformar la educación desde su raíz: promover una formación moderna, liberal y democrática, en lugar del modelo tradicional escolástico. También se debe replantear la forma en que entendemos la democracia, con nuevos criterios para elegir representantes. Por ejemplo, no es necesario que todos los peruanos elijan directamente al presidente. En Estados Unidos, aún considerado un modelo democrático, no todos los ciudadanos lo hacen. Es solo un ejemplo. El método debe estar al servicio de las personas, no al revés. Nuestra democracia es representativa. Podemos y debemos repensar cómo funciona esa representación.

La Constitución peruana no define qué es la democracia, y las definiciones han cambiado mucho desde que fue concebida en la Atenas de hace 24 siglos. Aquella idea de “gobierno del pueblo, por el pueblo” es un ideal utópico o incluso un engaño, si se toma literalmente. La democracia no es un concepto estático: se construye. En Grecia, donde nació, y en todas sus formas posteriores, ha sido siempre el gobierno de una minoría activa. Así ha funcionado en diversos contextos, adoptando distintas formas y métodos electorales que se adaptan a cada cultura y finalidad, no a fórmulas universales. La democracia griega no era igual que la inglesa, ni esta es igual a la norteamericana, alemana o francesa.

Para que haya democracia real y no solo formal, lo que importa no son las elecciones en sí, sino la calidad democrática de los electores. Y que el poder esté dividido y controlado, como señalaba Karl Popper. Solo el poder puede controlar al poder, por eso debe fragmentarse en funciones distintas: que un poder controle al otro. Pesos y contrapesos. El pueblo, como masa electoral, no tiene capacidad real para fiscalizar al poder político.

La ausencia de esos controles en el Perú revela lo poco democrático que es nuestro sistema, si se observa la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, y el rol del Poder Judicial, el Ministerio Público y el Tribunal Constitucional. Los dos primeros hoy parecen más bien espacios degradados por intereses y corrupción. Si no hay control del poder, no se puede hablar de democracia. Hasta en la Venezuela de Maduro hay elecciones.

Que el presidente y los congresistas sean elegidos por voto popular, y los jueces por concurso, no hace al primero más democrático que al segundo. Esa es una falacia retórica, basada en el mito de Rousseau sobre una representación que no existe mientras no se eleve el nivel de conciencia del electorado ni se reforme el modelo educativo tradicional. Ese mito de que la democracia es el gobierno “del pueblo”, “por el pueblo” y “para el pueblo”, ignora que “el pueblo” es una abstracción política usada y manipulada con frecuencia.

Además, al menos en el Perú, hay más posibilidades de contar con mejores autoridades o funcionarios cuando estos son seleccionados por concurso público exigente que cuando se eligen por voto directo. El sistema debe adaptarse a las personas, no al revés. Es hora de dejar atrás los dogmatismos rousseaunianos y abrirnos a lo que haga viable una democracia auténtica. Hay que imaginar nuevas formas de proponer candidatos, permitir que los ciudadanos se organicen para identificar a las personas adecuadas, incluso fuera del ámbito político tradicional.

Y aunque se insista en que la elección directa por el pueblo es “más democrática”, lo esencial es preguntarse qué sistema es más beneficioso para la mayoría. No cuál es más popular en apariencia. ¿Cómo evitar que se sigan eligiendo autoridades claramente inadecuadas?

Si esa idea de democracia, tomada como dogma, nos está llevando al abismo, es hora de aplicar los mismos criterios que usamos para elegir jueces, profesores y otros funcionarios públicos también al Congreso y la Presidencia. Aunque no sea suficiente por sí solo, sería un avance significativo. ¿Qué queremos realmente?

Aquí aflora una contradicción clave: los valores premodernos de buena parte de la población frente a los valores modernos consagrados en la Constitución. Quizás ha llegado el momento de enfrentar esa indefinición, esa mezcla desordenada de ideas y prácticas que no armonizan, ese sancochado mental que nos impide avanzar.

Un nivel suficiente de conciencia cívica es condición indispensable para que exista una democracia verdadera, como sostenía Norberto Bobbio. No basta con que haya elecciones. Bobbio, una de las voces más lúcidas del siglo XX, lo entendía con claridad: mientras no exista esa conciencia en los electores, no habrá democracia real, aunque debemos seguir luchando por alcanzarla.

Ese es nuestro mayor déficit: el nivel de conciencia política, social y personal del ciudadano. Solo cuando este nivel se eleva, se comprende el valor de la libertad y la necesidad de una democracia funcional. Hoy, estos ideales están en el texto de la Constitución, pero no en la práctica cotidiana.

Para cambiar eso, es fundamental educar a los niños con valores democráticos y liberales, no con los valores tradicionales que siguen predominando. ¿Qué significa tener bajo nivel de conciencia? Significa que, con la Independencia, el Perú adoptó formalmente un sistema republicano y democrático, con derechos humanos incluidos. Pero la sociedad civil, salvo una minoría ilustrada, no cambió su visión del mundo: conservó sus creencias, costumbres, religión y tradiciones premodernas.

Esa contradicción entre normas modernas y mentalidades premodernas no se ha resuelto. Y hay dudas sobre si realmente existe voluntad mayoritaria para resolverla. Pero hay que insistir. Las contradicciones internas y el caos mental nos están debilitando como sociedad. Cualquier método, sistema o idea que contribuya a mejorar la calidad de los representantes será más democrático que lo que tenemos hoy.

Juan C. Valdivia Cano
20 de junio del 2025

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