Tino Santander
Javier Valle Riestra: maestro sin alumnos
Un testimonio personal sobre el gran tribuno
Javier Maximiliano Alfredo Hipólito Valle Riestra González Olaechea fue un maestro sin alumnos, pero con discípulos. Un anarquista preso en el catolicismo; un abogado brillante, un defensor de los derechos humanos; un niño bien con la voluntad de un revolucionario leninista; disciplinado y amante del deporte; un intelectual con gran sentido del humor y con mucha calle; un hombre del siglo XX instruido en la escolástica de San Anselmo. No se adaptaba al mundo de las imágenes ni a los vulgares rituales de las redes sociales; era feliz leyendo, cuestionando, y argumentando. Fue un gran orador y un excelso polemista; su pluma es como una sinfonía perfecta de Beethoven.
Lo conocí en 1976, cuando volvía del exilio español agitando el pañuelo blanco aprista y sonriendo alegremente. Recuerdo la campaña de Haya de La Torre para la asamblea constituyente de 1979; sus discursos contra el militarismo, su antiimperialismo militante, su fe en la revolución aprista. Estaba convencido de que nada podía detener a las multitudes apristas que habían tatuado con sangre y dolor la historia del Perú.
Lo acompañaba a las universidades y a los tribunales; sus alegatos, conferencias, y debates eran clases magistrales de derecho, historia, y política; cargaba sus libros y notas y antes de cada exposición las tiraba al suelo como si fuese una ayuda memoria visual. Lo escuchaban con temor reverencial y su voz emergía como una sinfonía de Mozart. Al final, siempre me preguntaba:
–Compañero Santander ¿qué tal estuve?
–¡Muy bien, compañero!
–¿Qué fue lo que más le gustó?
Y empezaba el ritual de las preguntas que podía durar horas ¿Qué le pareció esto, aquello?
Nos reíamos mucho de las bromas crueles que les hacíamos a nuestros amigos comunes. Era un hombre feliz y sano, pero hipocondríaco. Iba al médico por lo menos una vez al mes; les preguntaba a sus amigos y a mí en especial si los síntomas tales o cuales eran normales. Recordaba con mucho cariño a su abuelo Maximiliano Gonzales Olaechea, el gran médico internista y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Tenía un Vademécum que consultaba y leía con ansiedad y disertaba como un clínico erudito los síntomas y causas de tal o cual enfermedad. Se media la presión y se pesaba dos o tres veces al día y a sus amigos les preguntaba ¿cómo estás de peso? Sacaba su balanza y torturaba a Alberto Borea cada vez que lo visitaba al estudio.
Alberto Borea es uno de sus discípulos más queridos; hereda la lucha por los derechos humanos y tiene la tarea de reformar la CIDH. Es una tarea titánica, y los que conocemos su tenacidad y disciplina estamos convencidos de que está a la altura del reto que tiene al frente. Heriberto Benítez imita los gestos del maestro, los métodos de estudio, y la profundidad del razonamiento jurídico.
Todavía escuchó los golpes de su vieja máquina de escribir, como si fueran los timbales de la sonora matancera. Nunca olvidaré las horas de estudio en silencio; los debates sobre historia; nuestras profundas diferencias sobre el destino del Apra. Los almuerzos diarios en su casa, los postres de su esposa Rosario, los frijoles de Jany, los conos de helados, las risotadas escandalosas, los 25 kilómetros diarios de ciclismo en la Costa Verde; los madrigales para enamorar a las pitucas. Decía que ser cirios y promiscuos eran virtudes del filósofo Bernard de Mandeville.
Aprendí con el maestro a vencer el miedo, a tener fuerza de voluntad, a la disciplina intelectual, a reírse de uno mismo; que lo único serio es la alegría de vivir feliz, de ser útil, de estudiar, de comprender a Dios en su locura. Buen viaje, maestro, la mamamama Hortensia lo espera con chocolate caliente.
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