Raúl Mendoza Cánepa

El precio de la vida

¿Aprenderemos alguna vez a tolerar el miedo ajeno?

El precio de la vida
Raúl Mendoza Cánepa
03 de mayo del 2020


“¿Saldrás después del 10 de mayo?”, pregunta un
feisbukero. La mayoría ha optado por no salir. Otro, con una analogía interesante opina: “Todavía no se llega a la mitad del desastre y se piensa levantar la cuarentena, es como que los bomberos se quedan sin agua a mitad del apagado del incendio”. Una persona que lo comenta añade: “Ya no se puede hacer nada… la gente no colabora y el Presidente ya tiró la toalla”. Otra estima: “Ahora es justo cuando se debe hacer cuarentena”.

Un contacto en las redes dice: “Culpar al pueblo es infame”. Otro lo rectifica: “Puede ser que muchos tengan necesidades, pero también la obligación de guardar distancia física y ponerse la mascarilla, lavarse… no es un pueblo que sepa de orden”. Alguno añade: “Si en la emergencia no se cuidaron ni cuidaron a nadie, menos lo harán ahora que creen que todo se ha terminado”. Un comentario extiende la afirmación: “Vizcarra aconseja a un pueblo que no lo oye, menos lo oirá ahora que nadie le meterá palo por violar las normas”. 

“Algunos tendrán que morir, pues”, comenta una seguidora. No dice “tendremos que morir” porque tiene veinticinco y rebosa de salud. Suena a muchos limeños que en los ochenta subestimaban a Sendero Luminoso, mientras las muertes a hachazos se contabilizaban en los Andes y se reportaban en un apartado del diario. Solemos apreciar la vida cuando estamos en peligro, pero soslayar el miedo del otro a su propia muerte. Leía en una página a un conocedor del alma humana llamar a la resignación cristiana frente a la muerte: “Hay que aceptarla, igual va a ocurrir tarde o temprano”. Probablemente no se cuente entre esos cientos de cadáveres embolsados en el sótano de un hospital. Si algo abunda es gente que habla en nombre de otros sin autoridad. 

“Solo se mueren los viejos y los enfermos”. El detalle está en el “solo”. Cuento y me cuento entre los asmáticos y sumo a tantos que conozco que temen porque son hipertensos, diabéticos o más. Sé de una casa habitada por una familia en la que una persona muy anciana yace inmóvil en su cama por una cadera rota. Se aterra cuando cree que alguien de la familia salió a comprar y teme cuando oye la puerta abrir, el estampido de la muerte y la impotencia frente a la posibilidad de ser contagiada”. Tiene derecho de temer. Por supuesto que sí, la vida es la matriz de la propiedad privada, nadie tiene injerencia sobre ella, es nuestro primer patrimonio, íntimo e insobornable; nuestra y, por nuestra, sagrada e intangible. Claro que en una sociedad como la peruana el miedo está asociado al acobardamiento. Se ríen de quien teme, se ríen de quien se cuida. El trastorno de ansiedad generalizada (que articula el terror a morir con una falsa sensación de ahogo) es seña de “invalidez”. Se reirán si le temes a los aviones o a los ascensores. Serás para la dinámica económica y social como la muñeca rota en un desván.

¿Aprenderemos alguna vez a tolerar el miedo ajeno?

Raúl Mendoza Cánepa
03 de mayo del 2020

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