Eduardo Zapata

El lechero

Recordando la gloriosa nata que hoy nadie conoce

El lechero
Eduardo Zapata
08 de enero del 2020


Ciertamente no hacía propaganda, ni prometía que tomando tres vasos diarios de su producto íbamos a ser más altos. Tal vez si lo hubiese dicho en aquellos tiempos de la niñez temprana, de los 10 u 11 años, donde todos queríamos ser más grandes, más de nosotros le hubiésemos hecho caso. Era el lechero. Y el lugar era La Punta de los cincuentas. Donde todos éramos amigos, las puertas de las casas estaban permanentemente abiertas y el lechero era, en verdad, un amigo de la familia. Un vecino. Con el cual mis padres se visitaban con frecuencia. 

A mí siempre me gustó la leche. Y debo decir que no solo era gratificante ver –al caer la tarde, hacia las seis– las botellas de leche que dejaba uno de sus empleados en la puerta de las casas, sin que a nadie se le cruzase por la mente coger lo que no era suyo. ¡O tempora, o mores! En honor a la verdad, debo decir que al hervir su leche se formaba una nata que –desde mi medida de niño– tendría unos diez centímetros. Aún recuerdo a mi padre untándola con fruición sobre su pan calientito comprado en una panadería llamada Liguria. De propiedad de italianos, claro está. 

Obvio que a esa edad todos los que conformábamos el barrio dábamos vueltas en bicicleta por todos lados. Curioseándolo todo. Imaginándolo todo. Fantaseando también todo. Y en una de esas vueltas de cada día, veíamos llegar las dos camionetas del vecino que traían los porongos de leche de su establo e ingresaban a las cocheras de su casa. De esos mismos garajes habrían de salir las sagradas botellas de leche. 

Pero la mente fantasiosa de los niños a veces es un poco exagerada. Y un poquito malvada, por qué no decirlo. Y entre paseos, cámaras de llantas pinchadas y exploraciones y descubrimientos del mundo, algunos pensábamos que no había proporción entre la capacidad de leche de los porongos y las botellas que luego salían hacia nuestras casas. Le echan agua a la leche, decían algunos en voz baja.

No lo sé todavía. Me conformo con recordar la gloriosa nata que hoy –por supuesto– nadie conoce ya. No conozco el proceso de la producción industrial de leche hoy, pero esa –mi nata– se evaporó. Como se han evaporado las buenas costumbres de respetar lo ajeno. De mantener las puertas abiertas. De conocer y respetar finalmente a nuestros proveedores. Tal vez porque desde hace mucho ellos dejaron de hacerlo respecto a nosotros. Y es que hoy no se vende un producto sino “una experiencia de vida”. Y el proveedor no es más nuestro amigo, sino un impersonal –y casi siempre fallido– “servicio de post venta”.

Eduardo Zapata
08 de enero del 2020

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