Manuel Gago
El ladrón bueno y el ladrón malo
La salvación, acto de fe del creyente

El bien y el mal están presentes en los Evangelios y documentos históricos afines. Según los coptos –se llama así a los antiguos cristianos en la tierra de los faraones–, dos bandoleros habrían asaltado a la Sagrada Familia durante su estadía en Egipto. Jesús le dijo a su madre que más adelante sería crucificado junto a esos dos bandidos. Los maleantes eran Tito, el buen ladrón, y Dumaco, el ladrón malo. “Tito estará conmigo en el paraíso”, le dijo Jesús a María, su madre.
Según los evangelios, Jesús y dos ladrones sufrieron juntos el martirologio de la cruz: Dimas, el ladrón bueno, a la derecha, y Gestas, el ladrón malo, a la izquierda de Jesús. Tales nombres no aparecen en las Escrituras sino en documentos apócrifos. Al arrepentido Dimas, Jesús le prometió el gozo del Paraíso esa misma noche. En Génesis, después de la Creación y del evento de la desobediencia –del “no comerás del fruto prohibido”–, aparecen las primeras señales del bien y el mal. Abel, el hijo bueno, fue asesinado por celos por su hermano Caín, el primogénito de Adán y Eva.
Lo bueno, lo malo, la verdad y la mentira son permanentes en las escrituras judío-cristianas, hoy en día relativizadas por reflexiones existencialistas. Los pensamientos del denominado periodo de la ilustración sobreviven, se actualizan y ejercen notable influencia. Por tal ilustración se combatió la ignorancia y la superstición. No obstante, en un contexto de dominio del conocimiento y la razón, el hombre duda de la verdad, le ofrece ventajas a la mentira, desconfía de la bondad y asegura que lo malo no existe, que es un argumento de represión.
Se dice, por ejemplo, que las circunstancias definen la estructura moral del hombre. Contrariamente, también se dice que el hombre es marcado por su personalidad, voluntad y motivos personales por encima de cualquier circunstancia, favorable o no. Al sostener que el hombre es consecuencia del medio en donde se desarrolla, se negaría lo escrito en Jeremías 1:5 (“antes que te formase en el vientre te conocí”) y en Salmos 139:13 (“Tú me hiciste en el vientre de mi madre”). Para los creyentes convencidos de la predestinación, lo escrito en Jeremías y Salmos da a entender que el destino del hombre estaría marcado. Un soplo divino –para bien o para mal, por razones que el hombre no alcanza a entender– rige sus vidas.
Pero, la naturaleza del hombre es compleja, ni puramente blanco ni negro. Un hombre bueno, según las circunstancias y sus emociones, es capaz de realizar actos atroces. “Yo soy yo y mis circunstancias”, escribió el filósofo español José Ortega y Gasset, e inmediatamente agrega: “Si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Víctor Raúl Haya de la Torre redondea la idea al señalar que cualquier intento de salvar esa circunstancia, fuera de su realidad, no tendría los resultados esperados. Y así, el mal avanza acorralando a los hombres buenos.
Tarde o temprano, con o sin periodos de ilustración, la creencia en Dios es desestimada y deformada, encajando en exigencias personales muy diversas. El corolario es hartamente conocido: los días dedicados a conmemorar la muerte y resurrección de Jesús son aprovechados de manera distinta. El hombre no reconoce al Cristo colgado en la cruz por su salvación. Un acto de fe que, hoy en día, ¿está en retirada?
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