¿El 2021 también?

Para cuando usted lea estas líneas, es probable que ya se tengan resultados de las elecciones generales del domingo. Dadas las turbiedades del proceso y lo variopinto de las candidaturas, ya conoceremos qué personajes están llegando para aparecer en la foto de nuestro bicentenario republicano y reemplazar al fracasado Sagasti y a los 130 oscuros congresistas del vizcarrato.

A la luz de estos resultados, y más allá de lo que se nos repite machaconamente, es útil reconocer que el Perú no existía antes del 28 de julio de 1821. Se habla hoy del incario, ese régimen totalitario prehispano, regido por una economía de comando, donde la opresión y el atraso eran la norma. Y tres siglos después, se habla del territorio español (el virreinato del Perú) donde consolidamos nuestra tirria a lo único que nos pudo hacer una potencia: el libre albedrío político y económico de nuestra gente. Hoy, esclavos de una lúgubre añoranza al socialismo y al mercantilismo que nos oprimió previamente, somos una nación joven que ha fracasado económicamente y cuya corrupción gubernamental es un referente global. Lo sugestivo es que no deseamos romper con nuestros antecedentes, aunque estos configuren una suerte de maldición.

Cuando escribo estas líneas no son públicos los estimados finales que anunciará el JNE, pero sí estamos al tanto de dónde estamos y –grosso modo, aunque bipolarmente– hacia dónde podríamos estar caminando. Cerrado el mal llamado ciclo de los precios de las materias primas (que debió ser etiquetado como el auge de reformas parciales de mercado), e inmersos –desde el 2011– en un nuevo ciclo de antirreformas o de reducción de libertades económicas y políticas (a pesar de estar acompañados de altos precios de las materias primas), el robusto crecimiento económico peruano se borró. Con una corrupción burocrática en avalancha y desde el gobierno. No lo olvidemos: la corrupción burocrática no se combate retóricamente. Requiere demoler sus pilares, con mayor libertad y claros desincentivos; y mientras esto no se consolide, reduciendo el tamaño del botín. Puntualmente, el gasto burocrático, en todos los niveles de gobierno. Es como ingerir un purgante: es necesario.

No olvidemos además que la mega-recesión iniciada el 2020 no la causó el virus chino. La causó el gobierno con sus admitidas pésimas políticas económicas y de salud pública. Estas no han cambiado y por ello, el primer gráfico no puede ser más contundente. No olvidemos que revertir su destrucción puede tomar un quinquenio. Hoy estamos viviendo su impacto (en términos de mayor informalidad, desacumulación, desahorro e ineficiencia) y que esto complica frontalmente cualquier pretensión seria de combatir la pandemia. 

Es menester también anticipar que, dada la evolución de la demanda interna y los diferentes sectores de la economía nacional (particularmente, la minería, el comercio y el sector servicios), este cuadro implica una recesión que nos robaría también el 2021. Y que los impactos de una contracción bianual no tengan episodio similar en nuestra historia reciente.

En cambio, cuando se conozca con la precisión de la segunda vuelta –o se anticipe– qué van a hacer los ganadores (para bien o para mal), todo será algo diferente. 

No ayuda acá ponderar las ideas –económicas y sobre todo las políticas de De Soto, Castillo, Fujimori o López Aliaga y de los 130 congresistas–; ni que pocos de los postulantes hayan admitido que –en el mejor de los casos y por un buen tiempo– solo les quedará tratar de corregir los errores acumulados de Humala, PPK, Vizcarra y Sagasti.