Eduardo Zapata
Educación como inversión
Para rescatar los valores y acabar con la demagogia
Durante largos años, y en un mundo de empleadores y empleados seculares, los logros educativos se traducían en jóvenes entrenados para ser puntuales, repetitivos y obedientes, al servicio de una producción siempre —siempre— ajena.
Pero, he aquí que advenimos a un nuevo mundo laboral donde el “ser educado” se convierte —en todos los ámbitos— en piedra angular de la producción y productividad. Se convierte en exigencia personal que posibilita —en cualquier orden— el valor agregado de la transacción personal. Pues hoy no se intercambian simplemente bienes y servicios, sino valor. Y las personas y sociedades que marcan diferencias no pueden ya contentarse (o refugiarse) en las certificaciones de lo estéril, en la memoria del dato irrelevante o en los doctorados de la nada. Hoy se requiere intercambiar inteligencias.
Dedicar recursos, entonces, a la vieja educación no es invertir, sino solo gastar.
Educaciones interculturales entendidas como preservación idílica de comunidades indígenas, inclusiones sociales asumidas como pretexto para insertar al estudiante en el mundo del ayer, donde lo podamos seguir dominando, equidades de género que no hacen sino ahondar diferencias, difusión irrestricta de derechos sin el correlato de deberes. Herencias, en el fondo, de un Estado-patrón y un ciudadano empleado (política y económicamente).
Dejémonos de declaraciones o de acuerdos detrás de los cuales puede haber cualquier cosa. Directores dirigiendo (y decidiendo) sus centros educativos. Maestros partícipes de las utilidades del servicio, profesores provenientes solo de una carrera pública magisterial cada vez más exigente, sueldos crecientes pero siempre según resultados. Propuestas educativas donde el español y el inglés, la computación, el emprendimiento y el liderazgo, así como una identidad proactiva y una férrea disciplina nacida de la exigencia académica, constituyan ejes vertebradores. Nueve años de una educación básica y universal que culmine con el dominio de una competencia técnica. Extensión de la jornada escolar para atender simultáneamente los problemas de desintegración familiar y males sociales contextuales. Educación física (de verdad) en las últimas horas para disciplinar mente y espíritu y para que las energías no se canalicen en actividades antisociales.
Otros muros habrá también que derribar. El principal —creo yo— la demagogia de discursos anacrónicos —aun cuando los disfracemos de reformas— y la multiplicación de controles burocráticos carentes de idoneidad profesional. Rescatemos, eso sí, los valores y el afecto, que hace mucho —mucho— abandonaron nuestras escuelas.
De lo contrario, la educación seguirá siendo gasto y no inversión. A pesar de los discursos bonitos, la buena prensa y los coloridos pasacalles por los derechos de los niños, las niñas, los adolescentes y las adolescentes.
Eduardo E. Zapata Saldaña
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