Francisco Swett

Disquisiciones sobre Maquiavelo

Las opiniones sobre su obra son contradictorias

Disquisiciones sobre Maquiavelo
Francisco Swett
08 de abril del 2019

 

De visita en Florencia, recorriendo los mausoleos en la Basílica de Santa Croce me topé con la tumba de Niccolò di Bernardo dei Machiavelli, más conocido por nosotros como Maquiavelo. Su presencia tan cercana, aún vigente, no induce a rezar ni a pensar en angelitos o en santos, sino a cavilar sobre los pensamientos terrenales del manejo de la política. Debo admitir que mi primera reacción fue la de sonreír al percatarme que este ilustre renacentista florentino poseía la “cintura” política requerida para hallar su descanso eterno en un templo tan representativo, no obstante haber sido su obra proscrita por la Iglesia y colocada en el Índice. No me sorprendería que algún día algún estudioso revele que “murió en olor de santidad”, afirmación con la que se romperían los paradigmas de pertenencia a esa ilustre cofradía.

Santo o no, Niccolò es inmortal. Buscando congraciarse con Césare Borgia, le dedicó su obra más conocida, El Príncipe, en la cual argumentó que el príncipe/tirano debe ser practicante del oficio de realpolitik, y por ello ser temido antes que amado. El temor domina a la condición humana pues, en sus palabras, “(los hombres son generalmente) malagradecidos, desleales, nada sinceros, falsos, mentirosos, temerosos, y ávidos por el dinero. El amor es un lazo que estas miserables criaturas rompen cada vez que les conviene; pero son temerosos de cualquier represalia”.

El poder nace de la práctica de la virtud y el conjuro de la fortuna. La virtuosidad del gobernante, por cierto, es sui géneris, no es otra cosa que el conjunto de artimañas que le permiten al príncipe mantenerse en el poder y alcanzar sus objetivos adaptándose a las circunstancias, fueren Estas altruistas o perversas. La fortuna, en cambio, es un avatar malévolo que está en el origen de la miseria, las aflicciones y los desastres que azotan a los humanos. Los maleficios se resuelven por el buen uso de la virtud y la práctica de la sabiduría requerida para “acomodarse a las circunstancias”.

Maquiavelo, empero, no cabe en una sola horma. Las opiniones sobre su obra abarcan los extremos, desde la condena (Leo Strauss) a la exaltación de su realismo y pragmatismo (Benedetto Croce). Para Rousseau, el florentino perseguía  mostrar la verdad de cómo los tiranos se comportan para, a la manera de un “cazador furtivo”, denunciar, antes que celebrar, su inmoralidad. En sus comedias demostraba ser un burlón consumado que hacía mofa de los príncipes y de sus séquitos de adulones.

Finalmente, en la obra escrita durante su destierro, La Historia de Roma de Tito Livio, Maquiavelo da volte-face a su príncipe y se declara parcial a la forma republicana de gobierno, toda vez que  “los gobiernos de la gente son mejores que los de los príncipes… ya que es indudable la superioridad de la gente sobre el príncipe en todo aquello que es bueno y glorioso”. Construye en su texto los principios de la separación de poderes. Cambia de posición respecto del gobernante temido antes que amado, puntualizando que “a ningún príncipe le beneficia el ser odiado”. Justifica las prácticas del capitalismo (particularmente brutales en su época) argumentando que “la virtud colectiva emerge de los vicios individuales”. Y concluye que las reacciones de la gente son el resultado directo de la negligencia o mal ejemplo del gobernante.

¿Cuál es el verdadero Maquiavelo? Mi respuesta es que todos lo son. Niccolò perdura como uno de los más astutos lectores de la naturaleza humana y del ejercicio del poder. Su pensamiento es tan rico que admite múltiples interpretaciones. Lo prefiero en Tito Livio, pero eso no le resta genialidad a su intelecto para todos los tiempos.

 

Francisco Swett
08 de abril del 2019

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