Francisco de Pierola
Deportar a ilegales no es xenofobia
La inmigración ilegal es un delito
La polémica en torno a las políticas migratorias del presidente Donald Trump no es solo injusta, sino también un ejemplo clásico de cómo el buenismo progresista distorsiona los conceptos legales y morales fundamentales. Desde su llegada a la Casa Blanca, Trump ha sido tachado de xenófobo por insistir en hacer cumplir las leyes migratorias vigentes, una postura que, en cualquier otro contexto, sería vista como elemental. Pero, como siempre, la izquierda ha decidido convertir el cumplimiento de la ley en un crimen en sí mismo.
La ley en Estados Unidos establece con claridad que las personas pueden solicitar asilo político si están en riesgo de muerte en sus países de origen. Este principio, noble y necesario, no fue concebido para aquellos que buscan una vida más cómoda o que aspiran al "sueño americano" porque lo vieron en una serie de televisión. La condición de refugiado requiere pruebas concretas de persecución o amenaza, no deseos de mejorar el estilo de vida. Sin embargo, el progresismo ha tergiversado este marco legal hasta convertir el refugio en un derecho universal, pasando por alto la verdadera función de las fronteras y la soberanía de las naciones.
La inmigración ilegal, como su nombre lo indica, es un delito. Y aquí radica el primer gran problema: el lenguaje. Decir "inmigración ilegal" es, en realidad, un eufemismo. Un término más adecuado sería "invasión". Porque eso es lo que ocurre cuando miles de personas cruzan las fronteras sin autorización, violando las leyes de un país soberano. La necesidad, por más apremiante que sea, no justifica el delito. Aristóteles lo dijo mejor: “la ley es la razón libre de la pasión”. Pero en la narrativa progresista, la pasión —y, peor aún, la culpa— se han convertido en la guía para la justicia.
Para ilustrar este punto, pensemos en un ejemplo cotidiano. Una persona entra a un supermercado, toma lo que necesita y lo paga antes de salir. Esa persona es un cliente. Ahora bien, si alguien toma esos mismos productos y se los lleva sin pagar, ¿lo llamaremos un “cliente ilegal” o un “cliente en proceso de formalización”? No. Lo llamaremos lo que es: un ladrón. Del mismo modo, aquellos que cruzan una frontera sin permiso no son “inmigrantes indocumentados”; son delincuentes, y así deben ser tratados.
Sin embargo, para la izquierda, deportar a quienes han violado la ley es un acto de odio. Acusan a Trump de xenofobia por querer hacer cumplir las normas que protegen a su país. Pero el hecho de que una persona haya logrado entrar a un territorio no significa que su acción sea legal, ni mucho menos que deba ser tolerada. La polémica sobre las deportaciones no es más que una muestra de la hipocresía progresista, que exige tolerancia para las infracciones cuando les conviene, pero demoniza a quienes defienden el estado de derecho.
Algunos incluso proponen la absurda idea de un mundo sin fronteras. Según un estudio del Centro de Estudios de Migración, si Estados Unidos eliminara sus controles fronterizos, hasta 700 millones de personas se mudarían allí en poco tiempo. Esto implicaría que la población del país se triplicaría, pasando de 330 millones a más de mil millones en un lapso breve. ¿Es esto viable? Evidentemente no. Los recursos, las infraestructuras y el sistema económico de subsidios simplemente no podrían soportar tal incremento. Sin mencionar el inmenso choque cultural que se generaría.
Además, es fundamental entender que las políticas migratorias son una cuestión de soberanía nacional. Ningún país está obligado a aceptar a quienes quieran entrar arbitrariamente. Es como si alguien criticara a su vecino por poner un pestillo en su puerta o por decidir quién puede entrar en su casa. La seguridad y las normas de un hogar son decisiones exclusivas de sus habitantes. Lo mismo ocurre con los países y sus fronteras.
Debemos, además, desmentir la narrativa de que la migración beneficia a los países de origen. Se nos dice que quienes migran envían remesas que ayudan a sus familias y comunidades. Pero la realidad es que aquellos que migran suelen ser los más capacitados, los que tienen recursos o energías para buscar una mejor vida. Los más pobres, los más vulnerables y los menos preparados son quienes se quedan atrás, perpetuando el círculo de pobreza y subdesarrollo en sus países. La fuga de talentos es un obstáculo directo a la industrialización, la modernización y el crecimiento económico.
En conclusión, la polémica sobre las políticas migratorias de Donald Trump no es más que otra muestra del desdén progresista por las leyes y la soberanía nacional. Estados Unidos, como cualquier otro país, tiene el derecho y el deber de proteger sus fronteras y decidir quién puede ingresar. La inmigración debe ser legal, ordenada y beneficiosa para ambas partes. Convertir la compasión en una excusa para la ilegalidad solo genera caos y destruye las bases de la justicia. Si queremos un mundo más justo, empecemos por respetar las leyes y las fronteras.
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