Darío Enríquez

¿Debe el Estado intervenir en nuestras vidas?

Debemos preguntar cómo, porque la intervención es inevitable

¿Debe el Estado intervenir en nuestras vidas?
Darío Enríquez
03 de marzo del 2020


Todas las generaciones humanas se han sentido protagonistas de tiempos especiales, cruciales y hasta definitivos para nuestra especie. Desde que nuestros ancestros dieron ese salto colosal hacia la civilización, haciéndose conscientes de sí mismos, de su vida en comunidad, de una dinámica de cooperación voluntaria y coexistencia pacífica, hemos tenido individuos y familias que construyeron sus destinos llevando adelante sus proyectos de vida, en un contexto sociopolítico que podía estimularlos, limitarlos o imposibilitarlos, y de un sentido colectivo que muchas veces podía relativizar y hasta anular lo individual.

Esta dinámica entre lo individual y lo colectivo –generalmente conflictiva, difícil e incluso violenta– ha marcado el ritmo en la historia de los pueblos. Desde un inicio emergió un grupo de notables, que son las autoridades encargadas de administrar la comunidad bajo tres rubros fundamentales: 1) Defensa de agresión externa (ejército); 2) Mantenimiento de orden interno (normas, represión y justicia); 3) Provisión de ayuda a algún miembro de la comunidad que lo requiera. En diferentes grados, con variantes de una experiencia a otra, explorando nuevas consideraciones, con relativo éxito o estruendoso fracaso, la humanidad escribía su historia.

Abreviando el recuento, es lo que hoy se conoce como Estado, con el nivel de complejidad que corresponde a nuestros tiempos contemporáneos. Su intervención en nuestras vidas es inevitable, y lo que está en discusión es cómo se realiza esa intervención. En todo nuestro planeta los Estados de hoy penetran muchas esferas de nuestra vida cotidiana que hasta hace muy poco se consideraban estrictamente privadas. En el último siglo hemos visto emerger, desarrollar, prosperar y colapsar muchas utopías que tenían al Estado como centro fundamental de un supuesto y fallido paraíso en la Tierra. Cientos de millones de personas han sido masacradas por sus propios Estados, en nombre de estas utopías. Requerimos fortaleza, inteligencia y mucho criterio para enfrentar la dura realidad: diversas variantes de utopía estatista y burocrática están de regreso.

A diferencia de las que fracasaron ruidosa y sangrientamente en el siglo XX, estas variantes no se centran en temas económicos o políticos sino socioculturales, pero mantienen sus fundamentos totalizantes y autoritarios para imponerse desde la “legítima” violencia estatal. Una manifestación del relativo éxito que tienen los nuevos utópicos estatistas es ese “dogma de fe burocrática” según el cual todo problema importante (a veces sin mayor importancia o simplemente vano) puede y debe enfrentarse “con una nueva ley.” o un “ente estatal” que supervise. ¿De dónde sale un dogma como ese? La inmensa mayoría de leyes deben recoger las mejores y más frecuentes prácticas existentes para llevarlas a una normatividad que formalice las acciones de unos y otros, siempre y cuando sea necesario. En muchos casos, la mejor ley es la que no existe, porque es preferible confiar en interacción dinámica de actores (sociales, políticos y económicos), junto con gente concernida por una situación, hecho o circunstancia.

En nuestro Perú hay dos, entre muchos casos, que podemos mencionar. Uno de los tantos decretos de urgencia del Gobierno de Vizcarra trata de “la transformación digital”, mientras otro complementario nos habla de “confianza digital”. Ya hemos tocado el tema en un artículo anterior (puede verlo aquí https://elmontonero.pe/columnas/innovacion-tecnologica-y-politicas-publicas) y solo queda decir que ni transformaciones ni confianzas pueden estimularse, impulsarse ni generarse dando una ley, más aún en un tema que forma parte de la dinámica diaria de mucha gente e instituciones. Debemos observar cómo es que “los que en verdad saben” llevan adelante sus quehaceres, proyectos y afanes.

Otro caso es el de la novísima Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu), que está evaluando a instituciones universitarias, sometiéndolas a un trámite burocrático, con llenado de formularios y presentación de informes definidos con un alto e indeseable grado de discrecionalidad, atribuido a este ente estatal supervisor. Han clausurado algunas universidades y otras seguirán operando, sobre la base de estos trámites que –desde una posición objetiva– no aseguran nada ¿Acaso las mejores prácticas de la industria se están recogiendo, normalizando y difundiendo para beneficio de la sociedad? No.

En el caso de estados como el peruano, ¿cómo podríamos confiar en él para un tema tan sensible como la formación en valores de nuestros hijos, o como la educación superior en la que se juega el futuro de nuestros jóvenes? Ese mismo Estado es incapaz de asegurar, no digo ni antibióticos ni antipiréticos –lo que sería demasiado– sino algo tan básico como gasa, algodón y alcohol medicinal en postas y hospitales estatales ¿Podemos confiar en un Estado cuasi fallido como el nuestro? No necesita responder, estimado lector.

Quisiera cerrar estas líneas con una cita de la gran filósofa y escritora Ayn Rand, sin duda una de las mentes más brillantes del siglo XX, a propósito del estatismo salvaje, la burocracia infinita y la corrupción:

“Cuando vea que el comercio se hace, no por consentimiento de las partes, sino por coerción; cuando advierta que para producir, necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos, sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare en que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en autosacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada”. (Extraído de La Rebelión de Atlas, 2007 (1957), Editorial Grito Sagrado, 2ª edición, 2ª reimpresión, pp. 325-326; aquí versión PDF https://drive.google.com/file/d/0B3hQ30qOLR8bOFpRNUxwMzBoNVk/view)

Darío Enríquez
03 de marzo del 2020

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