Eduardo Zapata

Contrato con el país

Para que el electorado vote por propuestas concretas

Contrato con el país
Eduardo Zapata
18 de noviembre del 2020


Para Thomas Hobbes la palabra tenía dos caras sociales. O bien constituía una contribución a la verdad y, por tanto, al contrato social; o bien era, y es, un instrumento de engaño y vicia el tejido social, al no propiciar rigurosidad semántica. Y en este caso, al no asegurar la intelección de las propias palabras, constituye un arma de la falsificación y, por tanto, es enemiga de la razón y atentatoria respecto al contrato social.

Más que claro que estamos lejos de 1651, cuando se publicara el Leviatán de Hobbes. Pero la asociación palabra-verdad y contrato social se mantiene vigente. Durante siglos, entonces, hemos validado esta afirmación. Hemos procurado, como grupo social, y al menos en teoría, acercarnos a esta tríada palabra-verdad-contrato social para asegurar la convivencia civilizada.

Pero también hemos hecho lo contrario. Hemos introducido la inflación lingüística, la emisión inorgánica de palabras sin respaldo, y con ello hemos propiciado falsas afirmaciones que subvierten cualquier contrato social. A propósito en algunos casos, por ignorancia en otros.

Luego de los recientes acontecimientos políticos en el Perú, y próximos a un proceso electoral, es necesario que la palabra política sea capaz de decir la verdad y asegurarnos un futuro sobre la base de la veracidad. Y alejados, entonces, de la vaguedad o la mentira explícita.

Si nos atenemos solo a los famosos planes de gobierno, estamos frente a un mundo verbal límbico que –en verdad– poco termina diciendo a los ciudadanos, pues no hay garantía de su cumplimiento. Y tampoco, por su imprecisión “cultivada´, ofrece un seguro para que lo dicho en ellos se compruebe –como lo quería Hobbes– en la acción.

Y cuando las palabras pueden decir todo y nada, surgen en la vida política y social las “interpretaciones auténticas”, las “denegaciones fácticas” o las “suspensiones perfectas” en el trabajo, que necesitan al constitucionalista para que las aclare según su propio saber y entender. Casi siempre acomodado al poder y sus apetitos, por cierto.

Ad portas de unas elecciones que resultarán trascendentes para el país, debemos prevenirnos respecto a los planes de gobierno y tomar distancia respecto a los enunciados poéticos. ¿Qué es la justicia social, la inclusión o calidad educativa si el verbo no se hace carne?

Dada la crisis de representación y la repulsa originada por los políticos, sería conveniente que –por la salud de la República y por el bien del país– los movimientos suscriban una suerte de contrato con el país. En ese contrato específicamente deberían figurar obras y servicios a realizar en los cinco años de ejercicio, fecha de inicio y término, montos. En fin, las propuestas concretas de cada sector de Gobierno.

Así y solo así el electorado votará por algo concreto y no por genéricas declaraciones o la simpatía del candidato. Con la ventaja de que de no cumplirse el contrato –como en el mundo normal– habría la posibilidad de resolver el contrato. Adiós irresponsables demagogos, adiós oportunistas, adiós mister o miss Simpatía. 

Una medida así permitiría recuperar de verdad el poder ciudadano y cambiar el negativo signo que caracteriza hoy a los políticos.

El electorado cada vez es más pragmático. La electronalidad –como en el mundo oral, pero potenciado– exige presencias y no ausencias. A ver si de verdad se hacen estos contratos, en vez de planes de gobierno difusos que, en la mayoría de casos, son simple copy & paste.

Eduardo Zapata
18 de noviembre del 2020

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