Neptalí Carpio

Comunidades como copropietarias de proyectos mineros

Una reforma que acabaría con el radicalismo ecológico

Comunidades como copropietarias de proyectos mineros
Neptalí Carpio
04 de abril del 2019

 

Conversando con amigos de izquierda, sobre todo de talante ecologista a ultranza, observé que hay una reforma que les aterra, les despierta mucho temor, porque saben que descolocaría enormemente su prédica. Me refiero a aquella propuesta del economista liberal Hernando de Soto, quien propone que una salida al actual bloqueo de diversos proyectos extractivos, por parte de las comunidades campesinas (en aquellos lugares donde hay hallazgos de minería, gas o de hidrocarburos), es que la legislación peruana obligue a los grandes capitales nacionales o extranjeros a realizar contratos de coparticipación con las comunidades, a través de acciones y otro tipo de beneficios para el desarrollo de sus comunidades.

Es necesario tener en cuenta que, según la información oficial, de las 10,529 comunidades existentes en el territorio nacional (8,520 son campesinas y 2,009 son nativas), el 38.26% (nada menos que el territorio de 4,028 comunidades) está superpuesta sobre concesiones mineras o de hidrocarburos. Una tendencia que cada año va en aumento. Esto revela el potencial de conflictividad existente entre los proyectos de exploración y explotación versus los intereses de los comuneros (por los inevitables problemas ambientales que acarrean esos proyectos). A esto debemos añadir las expectativas que despierta cualquier proyecto extractivo en las municipalidades, gobiernos regionales y pueblos aledaños.

Se trataría de una reforma constitucional, similar a la de Canadá o incluso a la de diversos estados de Norteamérica y de otros países. El cambio consistiría en que cualquier ciudadano ya no solo sería propietario del suelo hacia arriba, sino también del subsuelo, con lo cual, cualquier descubrimiento de oro, cobre, petróleo, gas u otro tipo de mineral daría derecho a que las comunidades participen como copropietarias a través de un porcentaje de inversiones y ganancias, vía la equivalencia en acciones, con posibilidad de ser negociadas en la Bolsa de Valores. Es una reforma que no solo aterra a los izquierdistas y ecologistas a ultranza, sino también a los sectores más conservadores de derecha, y a aquellas empresas que no han superado una visión de la minería contaminante, propia del siglo pasado; como es el caso de los capitales chinos y mexicanos, entre otros.

La potencia de esta reforma radicaría en que podría dar lugar a una nueva vía de transformación y de desarrollo capitalista de gran parte del territorio nacional, modificando sustantivamente los términos de relación entre la gran empresa minera, las comunidades y el propio Estado. En cierto sentido, sería una formalización de lo que ya viene ocurriendo informalmente en diversos proyectos mineros y extractivos; como en Las Bambas, donde de manera perversa o grosera las comunidades le piden “más plata” o “más lentejas” a las empresas mineras, con la ayuda de inescrupulosos asesores. Y el hecho de que en el país existan cerca de 500,000 mineros informales devela que gran parte de los peruanos ha desarrollado una racionalidad económica elemental que los juristas y economistas conservadores no logran entender: “si debajo del suelo peruano hay riqueza de minerales, ¿por qué las empresas extranjeras se la tienen que llevar fácilmente?”.

Ese es el razonamiento que está en la base de la creciente presión de las comunidades para lograr beneficios. Y es también, el sustento para el crecimiento de la minería informal. Se ha creado así una especie de “derecho expectaticio” de las comunidades y los mineros informales sobre las áreas territoriales donde saben que hay una gran riqueza debajo del suelo. Este tipo de derecho informal es el que viene generando alta tensión en diversos lugares del país, y es la causa del bloqueo de cerca de US$ 150,000 millones, calculados solamente para los proyectos mineros ya descubiertos y en etapa de exploración. Hernando de Soto ha ido más allá y ha señalado que el valor de reserva de minerales del Perú, bloqueados en estos momentos, es de US$ 800,000 millones. Es decir, cuatro veces el Producto Bruto Interno del Perú en un año.

Sin embargo, desde un punto de vista legal y de un enfoque integral del desarrollo territorial, hacer viable esta reforma implica una elaboración de filigrana. En primer lugar, se tendría que definir cuál sería el porcentaje de participación de las comunidades (según la cercanía al proyecto extractivo), y cuál sería el porcentaje de las municipalidades y gobiernos regionales. En segundo lugar, se tendría que plantear modificaciones a la contribución de las empresa e incentivos para aquellas que participen de este nuevo modelo de actividad extractiva. En realidad, es una reforma muy ambiciosa, pero que implicaría un cambio sustancial del derecho minero, ambiental, comercial y del funcionamiento de las propias comunidades campesinas y nativas. Históricamente el Perú dejaría la tradición que heredamos del régimen regalista de España y Portugal sobre el uso del suelo y subsuelo para asumir el derecho de propiedad del subsuelo, basada en el derecho común inglés (common law),

Por cierto, que las comunidades, gobiernos regionales y municipales participen directamente como copropietarios de las ganancias mineras no anularía automáticamente los peligros de contaminación ambiental, el desorden territorial y otros factores de ingobernabilidad. Por esta razón, un elemento adicional, pero no menos importante, consistiría en la obligación de que cada proyecto minero forme parte de un plan de desarrollo territorial, a fin de que la actividad minera o de otra actividad extractiva exitosa contribuya al desarrollo de la educación, la salud y la agricultura; y también emprendimientos económicos que fomenten mercados locales y regionales, incorporando a todo el entorno social a los beneficios de una nueva ola de grandes inversiones. Del tradicional enclave minero se pasaría a una verdadera convivencia entre la empresa y la comunidad, como soportes de un nuevo ordenamiento territorial y pactos de gobernanza, con lo que se acabaría la alta conflictividad social.

Se trata de una reforma que implicaría una nueva vertiente de desarrollo capitalista del país, por la vía de la explotación minera, gasífera o de hidrocarburos. Pero, a diferencia de una lógica extractivista, puramente rentista, este nuevo enfoque contribuiría a aumentar la renta nacional, aunque su mayor aporte sería lograr el desarrollo territorial, la transformación de las economías de subsistencia de las comunidades en espacios de emprendimientos, la generación de clusters, el desarrollo de la agricultura y de una cultura de nuevos propietarios que se incorporan de diversas formas a la economía de mercado, transformando los Andes y la selva peruana. Sería una revolución en la propia cosmovisión del poblador del los Andes o de la selva, desde una lógica aislada y de subsistencia hacia otra de empresarios o socios de grandes inversiones en minería, gas e hidrocarburos.

Recién entonces se podrá entender por qué los ecologistas radicales le temen a esta reforma. Ellos saben que esta nueva vía de desarrollo capitalista los dejaría sin piso, aislados y condenados a la reconversión ideológica o a la muerte definitiva de sus ideas trasnochadas.

 

Neptalí Carpio
04 de abril del 2019

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