Rocío Valverde

Bendita inocencia

Bendita inocencia
Rocío Valverde
21 de agosto del 2017

Mentiras blancas para la felicidad de los niños

Leí hace poco un artículo que instaba a los padres a no mentirles a sus hijos acerca de Papá Noel porque esta mentira blanca les podría traer daños irreparables. Los críos podrían dejar de percibir a sus padres como figuras de autoridad en las que puede confiar. Los niños al descubrirse engañados recordarían con desconfianza todas esas pequeñas amenazas y chantajes que sus padres les decían para que se porte bien: “Eh, Santa está mirando”, “Cuidadito que no va a traerte regalos si te sigues portando mal”. Los niños comenzarían a preguntarse si les habían dicho otras mentiras y cuestionarían absolutamente todo. ¿Creen de verdad que estos juegos o mentiras piadosas les pueden hacer tanto daño a los niños? ¿Se aprovechan los padres de la inocencia de los peques para evitar conversaciones incómodas?

He cotejado algunas historias personales. Me contó mi compañero que él de pequeño pidió a Santa Claus una Super Nintendo para Navidad, pero que su padre le dijo que Santa no podía construir eso en su taller porque era tecnología demasiado avanzada y sus gordinflonas manos no podían coger los chips tan pequeñitos que esa consola utilizaba. Unos años más tarde el pequeño Guillermo ya sabía la verdad acerca de Santa Claus. No recuerda bien cómo se enteró que el abuelito barbón era un elaborado juego, pero sí recuerda ser consciente de que los regalos se los debía pedir a mamá y papá. Esas fiestas él le pidió a su padre que le compre el juego de Super Mario Bros. 3, pero la noche de Navidad no había ningún regalo bajo el árbol que siquiera se asemejara al cuadrado del estuche del juego. Su padre le dijo que no podía encontrar el juego en ninguna tienda, el inocente le dijo que había visto el juego esa misma tarde en la juguetería del centro de la ciudad y su padre le dijo: “Ay, justo alguien debió habérselo llevado”. Y le creyó. La verdad es que ni Santa ni sus padres tenían el dinero para comprarle ese juguete, pero la mentirijilla era más dulce y agradable que la realidad.

Yo de pequeña tuve una tortuga llamaba Robin. No recuerdo cómo llegó a la casa, solo recuerdo que se pasaba el día comiendo en el jardín. Otro buen día apareció una nueva tortuga en el jardín, así que yo estaba feliz brincando sin parar de la alegría de saber que Robin ya no tendría que estar solo cuando mi hermano y yo estuviéramos en el colegio. Una triste tarde llegué del colegio y me fui de frente a jugar con mis tortugas y encontré a Robin de cabeza en la base del jardín. Mis padres no tuvieron mejor idea que contarme que Robin no había sido Robin sino Robina, y como trajimos a otra hembra tortuga se sintió desplazada y se mató lanzándole del jardín. ¡Y yo les creí por demasiados años! Demasiados como para admitirlo en un espacio tan público. ¡Qué tal imaginación la de mis padres! La verdad es que mi abuelo no sabía que teníamos tortugas y un día cuando abrió la puerta de la casa se encontró con el bicho frente a frente y le dio una patada del susto que se llevó. Mi abuelo no quiso que lo viera como un homicida involuntario. Y cómo culparlo.

Algo similar le ocurrió a Guillermo cuando tenía cuatro años. Su abuelo le dijo a él y a su hermana que por ser vacaciones podían elegir el juguete que desearan. Él, luego de buscar y buscar, no encontró su juguete en la tienda. Su abuelo le dijo que le explicara exactamente qué quería, pero el pequeño no sabía explicarle. Siguieron recorriendo esa ciudad en busca de otra juguetería cuando de repente Guillermo encontró su cacharro en una tiendita de abarrotes. Un desatascador rosa era exhibido en la ventana, el mismísimo desatascador que usaba el gasfitero Mario Bros. Guillermo no podía creer su suerte y quería llevarse el juguete a todas partes. Sus padres le “explicaron” que los restaurantes de esa ciudad tenían una cláusula que prohibía llevar juguetes a sus mesas pero que dentro de casa si podía corretear todo lo que quisiera con su juguete. Y así pasó Guillermo unos meses jugando con su destapacaños por la tarde y guardándolo religiosamente en su caja de juguetes cada noche hasta que una tarde, luego de volver del colegio, el juguete se había hecho humo. ¿Qué pasó? En este caso no había forma de ocultar la verdad. El desatascador fue llamado a combate y tuvo que ser utilizado para lo que fue creado: desatascar el váter.

Otra historia que siempre cuento son mis desayunos en los peores años de la crisis de los noventa, porque esta fue una mentira que me conté a mi misma. Habiendo crecido en una familia aprista, leía y escuchaba cosas que no entendía, pero que se me quedaban en la mente. Recuerdo un día ir por Alfonso Ugarte con mi papá y ver un letrero que ponía “Pan con libertad”. Y claro en mi cabeza todo cuadró de inmediato. No estábamos desayunando un triste pan francés no, estábamos comiendo pan con libertad. ¡Qué feliz era con mi pan lleno de libertad! Esta mentira me la inventé yo sola, creo que era la forma más fácil de racionalizar los cambios que veía a mi alrededor.

Hoy vi a una niña vestida de la princesa de Disney Elena de Avalor. La niña pedía a su madre y a su abuela que la llamaran su alteza y ellas, claro, le seguían el juego. Al notar que estaba mirando me lanzó la mirada de la Reina de Corazones, como a punto de pedir que me corten la cabeza. ¿Saben que hice? Rendí los honores a la corona y me incline también llamándola su alteza. Bendita inocencia.

Rocío Valverde

Rocío Valverde
21 de agosto del 2017

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