Jorge Varela
Allende en modo Allende
La soledad de una estatua
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Patricio Aylwin, uno de los redactores de las ‘garantías constitucionales’ pactadas por Salvador Allende con la Democracia Cristiana, reconoció a la periodista Raquel Correa en agosto de 1973, cuando la tragedia ya era innegable que el Gobierno de Allende había demostrado absoluto “menosprecio por las normas constitucionales, por las normas legales, por las normas mínimas de convivencia democráticas. Se declara una cosa, se jura otra cosa, y después en el hecho se hace la contraria” (archivo de Patricio Aylwin).
Un táctico sin profundidad doctrinaria
Para el historiador de izquierda Julio Pinto hubo, sin embargo, una voluntad de apegarse al libreto del ‘estatuto de garantías constitucionales’. Otra cosa –según su punto de vista casi apologético– es que “el proceso de la Unidad Popular desató energías y demandas sociales que desbordaron ese libreto y que al mismo Allende le costó controlar”. Por su parte Joaquín Fermandois, historiador de derecha, ha declarado: “yo creo que fue un acto político”. “Allende se lo dijo a Régis Debray claramente, que había sido algo táctico y que había que olvidarse de eso” (La Tercera, 4 de septiembre de 2020).
En aquella memorable conversación con Debray, Allende le expresó al filósofo francés: “Yo no soy el presidente del Partido Socialista; yo soy el presidente de la Unidad Popular. Tampoco soy el presidente de todos los chilenos. No soy el hipócrita que lo dice, no. Yo no soy el presidente de todos los chilenos”.
Es que Allende “no dominaba, no como Lenin a su aparato, no como Ho Chi Minh al suyo, no como Castro al suyo. Allende, no; tenía que negociar. Es lo que diferencia a este proceso revolucionario de otras revoluciones o procesos”. (Fermandois)
La denominada revolución chilena fue, a no dudarlo, un ‘proceso revolucionario’, como precisara su amigo Fidel Castro: “Si a mí me dicen qué es lo que ha estado ocurriendo en Chile, sinceramente, les diría que en Chile está ocurriendo un proceso revolucionario. Un proceso no es todavía una revolución” (discurso en la Universidad de Concepción, 18 de noviembre de 1971).
En este sentido, Allende pudo ser, en una primera fase, el hombre consensuado para transitar por la vía pacífica –le llamaban ‘el hombre de la muñeca de oro’–, pero no era el gran líder conductor que cualquier revolución requiere. (posición del MIR y de otros grupos radicales de izquierda) .
Incluso su propio Partido Socialista se encontraba en una actitud discrepante y díscola. Esta colectividad había declarado su carácter marxista leninista en 1965, optando dos años más tarde a partir del congreso realizado en Chillán, por una postura extremista al acordar que: “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima (…) constituye la única vía que conduce a la toma del poder”. En esos eventos se consideró a las formas “pacíficas o legales” como “instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que lleva a la lucha armada”.
En el desarrollo y aplicación de estos acuerdos trabajaron –entre otros falsos ‘redentores‘ populares– Adonis Sepúlveda y Carlos Altamirano, quien llegaría a ser secretario general de dicho partido en 1971 y uno de los principales artífices de la hecatombe. Altamirano llegó a afirmar de manera altisonante –como era su tono habitual– que “no hay un proceso histórico de alguna trascendencia que no entrañe un alto nivel de locura, de irresponsabilidad y sobre todo de utopía”. Fue su respuesta cínica al ser cuestionado por el carácter incendiario de su discurso en el teatro Caupolicán (dos días antes del 11 de septiembre de 1973). En la misma ocasión, quien fuera dirigente máximo del socialismo afirmó que Chile iba a convertirse en un nuevo y heroico Vietnam.
Carne de Estatua, no de conductor de revolución
Durante su mandato, quizás agobiado por la hostilidad de partidarios y adversarios, hubo un instante en que Allende intentó sobreponerse y proclamó resueltamente ‘con serena firmeza y viril energía’ (una de sus muletillas predilectas) que: “sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás”; mientras, cada vez que podía hacerlo, se golpeaba el antebrazo y se atrevía a profetizar su futuro: “toque aquí, compañero, esta es carne de estatua”.
¿Fueron estas expresiones ufanas el presagio de un deseo íntimo que acompañó a esa gran soledad política que lo acosó por tres años, sin dejarlo dormir hasta el momento definitivo de su muerte? El principal dirigente comunista de la época, Luis Corvalán, sostuvo en una entrevista: “creo que él lo pensó muy bien, yo creo que él dejó una lección”. El citado Fermandois coincide con este jerarca del marxismo ortodoxo chileno, cuando manifiesta: “hay algo de acto heroico probablemente en lo de Allende; como que lo buscaba. Todo héroe también busca realizarse”. “No murió luchando, pero sí el acto fue un acto político y se sacrificó sin duda… él quería dejar derrotado al sistema” (Joaquín Fermandois).
Un destacado asesor de Allende –el español Joan Garcés– también ha dado la misma interpretación: aquella que señala que “Allende lo hizo conscientemente como para liquidar toda posibilidad de una democracia burguesa. Porque después de la muerte trágica de un Presidente no puede ser como que no pasó nada”. Fermandois, por su parte, agrega que Fidel Castro le ordenó morir en una última carta. Le dice, porque tú lo vas a defender (al proceso) con tu propia vida, eso es lo que esperamos de ti, y no nos cabe duda de que va a ser así. Fermandois comenta sutilmente: “no creo que Allende haya hecho eso por lo que le dijo Castro, incluso puede que se haya molestado al ser conminado de esa manera”.
Cuán solo estuvo Allende: del ¡Allende, solo Allende! al Allende solo
A su muerte, los ‘hegemónicos’ próximos a su sepultura comenzaron de inmediato a tejer las típicas leyendas que adornan el mito que sirve y servirá para continuar nutriendo la mente de los nuevos adictos al mensaje marxista tardío, los mismos indolentes que nunca sintieron en sus entrañas el drama que padeció el personaje principal de esta tragedia política.
¿Qué pasaba por la mente de Salvador en aquellos minutos finales? El talentoso escritor Enrique Lafourcade se adentró en la psiquis de Allende para relatar con toda su potencia narrativa los últimos momentos de un Salvador solitario, abandonado, huérfano de apoyos, preguntándose antes del instante supremo: ¿por qué no está aquí el Pueblo?, ¿por qué no están aquí?, (las Brigadas de izquierda y los guerrilleros). ¿Por qué no vinieron? (“Salvador Allende”, obra publicada en diciembre de 1973).
¿Dónde se escondieron los agitadores, los provocadores, los aduladores? Y así, sin apoyos, abandonado a su destino por aquellos ‘redentores nefastos’, en fuga y que no creían en él, y por las multitudes extasiadas a las que encandiló y calentó en vida con el fuego de su oratoria estéril, cayó con estruendo el telón.
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