Hugo Neira

Ramón Mujica. Un libro inmenso e intenso

Ramón Mujica. Un libro inmenso e intenso
Hugo Neira
24 de abril del 2017

Reseña de “La imagen transgredida”

¿Alegorías en el barroco colonial y escatología cristiana e indígena? Hacía tiempo que un libro no me sorprendía como lo ha hecho La imagen transgredida, obra de Ramón Mujica Pinilla. Lo digo con toda sinceridad, en la medida que transcurría mi lectura (721 páginas) iba creciendo mi asombro. El barroco es siempre oceánico: arquitectura, pintura, literatura y una geografía que incluye Italia, los países del Danubio, Alemania, Francia, España, la América española, el Brasil. El barroco, una disposición al artificio. José Antonio Maravall decía que la mentalidad barroca se entiende por tres palabras, fortuna, ocasión y juego. Y que en sí misma es una cultura. Así, quien se ocupe de uno de sus aspectos —por ejemplo, la música (Bach), o en nuestro país, Martín Adán, de la literatura (de Peralta a Eguren)— no puede eludir un reto temible: la totalidad de un mundo. Y eso es lo que ha encarado, de una manera notable, Ramón Mujica.

Ahora bien, conociendo otros trabajos suyos, sabía de antemano que no iba a hojear solo una serie de imágenes del barroco peruano. Desde el subtitulado se revela una intención mayor que la exhibición de una iconografía. Ante uno de los cuadros, por ejemplo, la Alegoría de la subida al Trono Divino, nos dice “escuela cusqueña, siglo XVIII”. Pero de inmediato señala “que es diagrama cosmológico de los cuatro elementos”. Escuchemos a Mujica. “Un lienzo cusqueño del siglo XVIII grafica de manera excepcional el universo geocéntrico medieval vigente en tiempos de Espinoza Medrano” (p. 346). Y luego se echa a hablar de cómo es “la porta augusta”, que flanquean “dos figuras alegóricas femeninas, la Caridad y la Fe”. El barroco peruano (y los otros barrocos, de Praga a México), es hora que lo diga, es un código.

Esta es una reseña. Universitariamente no es cierto que es un ejercicio solo para criticar o aplaudir. Quien reseña tiene que explicar los ejes lógicos del trabajo de la investigación que comenta. Así, para Ramón Mujica, cada cuadro es un campo simbólico. Es una imagen y un discurso. Su libro se organiza sobre tres ejes. El barroco y sus imágenes nos conducen a la teología católica de la Contrarreforma, a la mentalidad del imperio de los Habsburgo, el más potente imperio de ese tiempo y del cual México, o Nueva España, y el Perú eran parte. Y además de esas esferas religiosas y filosófica —cada una inmensa— en uno de esos ejes, Ramón Mujica se detiene minuciosamente ante el providencialismo y mesianismo de los indios y mestizos del Perú. Esa religiosidad barroca trasciende el arte. Es una suerte de metamorfosis de la cultura de españoles y criollos en manos de artífices indios. En esos cuadros está la vibración del mundo indígena. Tanto como en mitos y danzas.

A quien lea el texto de Mujica y a la vez vea los espléndidos cuadros, le puede ocurrir lo que a Pablo Picasso cuando le preguntaron qué sintió al ver su primer Cézanne. “Una tempestad”, contestó. He seguido recorriendo ese libro, con la mirada estupefacta de alguien que descubre la inmensidad. La ruta tomada por el autor es a la vez ocuparse del arte, de la Iglesia, del Imperio de los Austria y del mundo indígena que se instala en esa complejidad. Estamos ante tres o más niveles de comprensión. Hasta el momento esa pintura tomada como sacra —lo es— decía lo indecible. Con Mujica circulan las estructuras de lo pictórico y el sentido último de esos cuadros que es la trascendencia. Pero su explicación no es escolástica, por algo es antropólogo.

Estamos ante una semiótica de la imagen que produce un discurso social de reivindicación, claro está, “de la disimulación honesta”, dice un barroco italiano, Torcuato Accetto. Sumariamente, algunos ejemplos, entre otros, la muerte de Atahualpa. Lo ejecutan en Cajamarca con un torniquete. Era una muerte infame. Sabemos todos, por Arguedas y otros antropólogos, del mito del Inkarri, la cabeza separada del cuerpo, etc. La escatología andina transforma su muerte en decapitación. ¿Saben que hay un mito, un apóstol de Jesús que llega a América antes de los conquistadores? Esto ocupa también a Mujica (p. 272). ¿Y que la pintura alegórica convierte “a santa Rosa (de Lima) como el modelo par excellence de la santidad mestiza americana”? (p. 421) ¿Y que el santuario de la Virgen de Copacabana era una suerte de Roma? ¿Se sabe que esperaban el retorno de los Incas, vueltos reyes cristianos?

Y hubo santos subversivos. Francisco Solano (1549-1610). Un gran predicador, “decían que salían saetas de fuego de su boca”, y cuando lo invitan a cenar en una casa solariega “de una familia que se enriquecía con el trabajo de negros y de indios, hace un milagro, aprieta con la mano un pan y brota sangre”, luego se va diciendo: “no puedo comer el pan masado con la sangre de los humildes y de los oprimidos”. Un acto de rebelión de un prelado. El cuadro está en la página 270.

Un libro múltiple. Con Mujica una hélice une y separa historia, arte, ideas, teología. ¿Un trabajo de equipo? No, la obra de un humanista que maneja varias disciplinas. Un libro excepcional. Todo peruano debe conocerlo.

Hugo Neira

 
Hugo Neira
24 de abril del 2017

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