Hugo Neira
El mundo increado del pensamiento chino
La conceptualización en sociedades asiáticas
China es el nombre de una civilización que se ha desarrollado en un espacio privilegiado de praderas y agua abundante. Pocas veces en la historia se ha vuelto a repetir esta circunstancia. Acaso cuando los norteamericanos del siglo XIX descubren las llanuras del lejano Oeste y lo ocupan a despecho de la población autóctona. Pocos territorios como el americano del Oeste tan fértil y llano para la explotación ganadera y agrícola. Los españoles instalados en Nueva España y en Nueva Toledo —México y Perú— no hallaron tierras vírgenes, salvo en la selva, impracticable para el trigo. La forma de dominación fue otra, patrimonial, y un sistema ambiguo de servidumbre (Encomiendas, Corregimientos.) A la larga prefirieron las minas. Roma se expande en el Mediterráneo y en el inmenso bosque casi virgen que era Europa. Finalmente, solo los Estados Unidos y China han tenido esa oportunidad. China se mantuvo siglos como una civilización agraria. Tanto que cada hambruna era atribuida al descuido de la dinastía en el poder, que era derrocada. Y un nuevo ciclo de prosperidad se abría. Los Estados Unidos van a transformarse, desde el siglo XIX, a la par que la revolución industrial que importan de Europa. China se recupera de su retraso siglo y medio más tarde. La idea de la burocracia y el centralismo del poder enlazado a la economía es parte de su herencia. “Celeste o hidráulica” —dice Pierre-Étienne Will— “la idea corriente de que a China, desde la noche de los tiempos la conduce un régimen burocrático, es esencialmente una idea correcta” (Encyclopaedia Universalis 2012).
Desde el enunciado, la idea aparece como incongruente. ¿Acaso no hemos quedado que la China clásica es la sociedad de las “tres escuelas”, confucianismo, budismo, taoísmo? Resulta insuficiente recordar que se trata de “escuelas de moral”. Son algo más, en particular el budismo y el taoísmo. Y si bien el confucianismo aparece un tanto laico —como se examinará en su momento— no olvidemos la contaminación de unas y otras escuelas a lo largo de dos milenios. Pero volvamos al concepto de “un mundo increado”. A primera vista sugiere un ateísmo. Un mundo que se explica a sí mismo. Sería un error tomarlo de esa manera. Cierto, el pensar en China no se inicia en una revelación como en la tradición judía. No hay profetas. Y tampoco en la tradición y en fragmentos de mitos cosmológicos acerca de la separación del Cielo y de la Tierra, como en los antiguos griegos. No hubo la idea del mundo como obra de un creador. Aunque hay que tomar en cuenta que en textos arcaicos se habla de un hombre cósmico, Bangu, cuyo cuerpo inconmensurable da lugar a la formación de partes, es decir el universo (Op. Cit.). Pero ese sincretismo hombre-cosmos describe el universo, no su origen. No hay tampoco una genealogía de los dioses como con el griego Hesíodo y con Homero, fundan la cultura griega. En cambio Zhuang zi, taoísta, reflexiona: “el frío no puede engendrar el frío, lo caliente no puede engendrar lo caliente; lo que no es ni frío ni caliente no puede engendrar lo caliente y lo frío. Lo que se forma viene de la no forma”. “El fin y el comienzo y lo pleno”, comenta un sinólogo en Harvard en 1956, “se entreveran en lo sin forma, y nadie conoce el fondo”. La fundadora concepción del pensar en China es más bien la de una perpetua perplejidad.
No estamos, sin embargo, ante un mundo de secos materialistas. En China, la idea de lo ilimitado —que se escribe Wuji— ha generado ardientes y seculares polémicas. El problema de los orígenes ha ocupado a los taoístas chinos tanto como a teólogos y filósofos occidentales. La reflexión sobre el mundo ilimitado existe, y Wuji se escribe como un círculo vacío. Que el paciente lector de estas páginas me permita este punto de partida. Esta religiosidad china sin la idea de un Dios creador es acaso el punto más difícil de comprender. Aún si nos llevan de la mano los más eminentes sinólogos de nuestros días. En consecuencia, hay que avanzar tras una serie de negaciones. No hay una suerte de religión natural donde “la increación del mundo” resulte ser una suerte de encarnación asiática del teísmo kantiano. Y menos la idea de un Dios razonable, al alcance del conocimiento del hombre, como con los deístas de la Ilustración. No hubo ni hay escuela alguna que explique Dios ni a la dualidad entre creador y mundo. ¿Qué, entonces? [Continúa en la próxima columna]
Texto que procede de mi libro, Civilizaciones comparadas, cap. III, "Conceptualización en sociedades asiáticas (China/India), Cauces Editores, Lima, 2015, pp. 198-202.