Hugo Neira

El principio monista del pensamiento chino

La conceptualización en la sociedad china

El principio monista del pensamiento chino
Hugo Neira
09 de diciembre del 2024


El
cogito chino es monista. “Quiere decir que no hay oposición entre lo Uno y lo Múltiple”, señala Isabelle Robinet. Obviamente, “no se cierran ante la heterogeneidad del mundo. Pero no hay un problema de nexos entre inmanencia y trascendencia, espíritu y materia, el movimiento y el reposo”. Y la consecuencia del monismo es que para los chinos, “el mundo es una totalidad continua, abierta y dinámica donde todo circula, incesantemente”.

Este punto es el más original de la conceptualización en China. Es lo que distingue a esta civilización de la tradición india, su vecina, y de la occidental. Sus procedimientos contradicen nuestros más profundos hábitos de pensar. Por ejemplo, ante el Dao, un concepto extenso como el universo mismo. En Occidente diríamos que es el uno. O sea, el punto de partida cósmico. Y sin desearlo, reintroducimos la idea de un principio creador. La respuesta de un letrado chino sería que el Dao no es tanto el número uno sino el inicio de los números. Y el debut del movimiento mismo engendra el Dao. Esa es su virtud, su eficacia, su coherencia y unidad. Los sinólogos, entonces, lo traducen como lo neutro. Otro como lo amorfo. Ante el monismo chino se han inclinado a estudiarlo algunos de los más importantes filósofos europeos: Heidegger, Jankélévitch, Derrida. Les ha interesado esa “metafísica impensada”. Koyré la define, asombrado, “ni unidad ni multiplicidad”. “Es un movimiento” (de ideas) dice la sinóloga Robinet, que rompe la dialéctica misma, “puesto que jamás se compromete del todo con los conceptos que abraza”. La disciplina mental de los chinos les lleva a pasar de un concepto a otro, de la vía negativa a la vía positiva, de lo no existente a lo existente. “Los términos opuestos no son contradictorios y suponen un punto común”.

No, el yin y el yang no se oponen, son manifestaciones de lo mismo. Pero nos parece un dualismo, habituados por siglos a la dialéctica que proviene de Heráclito, y a las oposiciones binarias de nuestra lógica, de nuestras religiones, y formas corrientes de pensar. Pensar desde el pensamiento chino es no solo un ejercicio exigente, sino sorprendente, inhabitual. Para un pensador chino, dicen los sinólogos, la cuestión no es saber qué es la verdad sino cómo lo indeterminado se va determinando, para decirlo de alguna manera.

En otras palabras, “la visión china es una filosofía de la aparición” (I. Robinet, siempre). De los “efectos”. Del devenir, del despliegue del ser y no el de su esencia. Pero como es un encuentro permanente del significado de las apariencias, es también —dice la misma sinóloga— “un retorno al origen”. Por ejemplo, los confucianos. Si quieren establecer una ética y un orden social, señala esta profesora, su referencia no será el mundo mismo sino la “natura profunda” del ser humano. Se explica, entonces, la discrepancia y a la vez el terreno en que se baten confucianos, budistas y taoístas. La “natura del hombre” lleva a debates interminables en China. Con fuentes y referencias diversas, ¿natura profunda de lo humano o conocimiento intuitivo de lo inmediato? Recuerdan, un tanto, la oposición radical entre el hombre precavido y egoísta de Hobbes y el social o cívico de Rousseau. Ahora bien, debemos pensar que su saludable continuidad filosófica en China acaso se deba a que se sitúan en “una indeterminación universal que permite todas las posibilidades” (Robinet). 

El resorte secreto del universo, para los chinos, es que no hay secreto. El todo reside en el movimiento. Al parecer, universo se dice “diez mil transformaciones”. Diez mil es una facilidad semántica para decir inacabable. Si no soy muy claro, propongo algunos otras fórmulas, tomadas de sinólogos. Para los chinos, “el yo es un otro”. Lo caliente y lo frío se confunden. El orden y el desorden corresponden a mutaciones. En el hombre vive el cadáver. En el culto, el inculto. En el gusano, la mariposa. El yin y el yang no son dos sino tres, su propia oposición cuenta. Para decirlo en términos occidentales, piensan globalmente, la Gestalt de los alemanes. Es decir, el todo. Pero ligado a las partes. Y entonces quien lo entiende en Occidente puede ser Edgar Morin. En efecto, su paradigma de la complejidad, profundamente anticartesiano, liga lo que mentalmente tendemos a separar. Algunos pensadores chinos parecen cristianos de los primeros siglos, cada ser existe y el más humilde grano de arena puede detener la gran maquinaria del mundo. Pero no son cristianos porque no llevan sentimiento de culpa. Cada ser humano es parte de un tejido gigantesco. E incluso, para algunas escuelas de moral, intervenir en el mundo resulta insensato. La idea es de Xun zi, el mayor pensador confuciano de la antigüedad, que recomendaba la “no acción”. El todo, el Dao, sería una suerte de organismo autorregulador. Pero no todos los confucianos estaban de acuerdo en esa suerte de quietismo, al contrario. En sus entrevistas, en los Lunyus, la enseñanza oral de Confucio es plena de aforismos destinados a que sus discípulos sepan discernir (zhi) y tengan coraje (yong) y lealtad (zhong). Una enseñanza destinada a moralizar su tiempo. 

En general, hay en China la idea de una unidad del mundo que se expresa por tendencias. Estas cambian, oscilan, el orden acompaña a un cierto desorden. Desconfían de todo discurso que no dé cuenta de esas oscilaciones. Dicen los que tienen la fortuna de leerlos directamente, el discurso chino es pleno de imágenes, anécdotas, parábolas, y de términos polisémicos. Hay una reflexión china sobre su propia lengua.

No menos sospechosa de la traición de las palabras que el grupo de Viena, de Frege, Russell y de Joseph Wittgenstein, el autor de Tractatus logico-philosophicus. Como sabemos, el Tractatus, ante la metafísica, suele llamar al silencio. Pues bien, en muchos temas, confucianos, budistas y en especial taoístas, como Zhuang zi, ocurre lo mismo. En ese silencio de taoístas, budistas y confucianos, la no exploración de un dios creador no debe tomarse como un gesto de soberbia. Acaso el pensamiento chino expresa más bien una inmensa prudencia.

En el pensar chino y el occidental, Isabelle Robinet señala “que existe por igual el contraste entre lo Uno y lo Múltiple, porque ese dualismo es el origen mismo de la filosofía”. La idea reaparece en Jacques Rolland de Renéville, menciona. Ahora bien, los pensadores chinos no niegan la multiplicidad evidente del mundo. Son “unidualistas, o unipluralistas”. “Y no emplean —dice Robinet— la noción de no dualidad, como los budistas e hinduistas”. ¿Qué hacen entonces? Buscan el modo de acordar, aun si resulta paradójico, lo Uno y lo Múltiple, lo continuo y lo discontinuo, lo par y lo impar. Sea cual fuese la escuela de un pensador chino, aun con los matices que puede haber entre una y otra doctrina, Robinet y los sinólogos son unánimes en este punto: los chinos son monistas. Son vastas las consecuencias en el pensar y en los hábitos intelectuales del pueblo chino, de este punto de partida. “El Uno no es un número, sino el origen de los números, ha dicho Wang Bi” (Robinet).

Texto procedente de mi libro Civilizaciones comparadas, cap. III, "Conceptualización en sociedades asiáticas (China/India), Cauces Editores, Lima, 2015, pp, 200 - 203.

Hugo Neira
09 de diciembre del 2024

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