Hugo Neira

1917 o cuando las revoluciones producen los revolucionarios

Una gran ocasión para cuestionar dos mitos

1917 o cuando las revoluciones producen los revolucionarios
Hugo Neira
27 de noviembre del 2017

 

Siglo veinte, cambalache,

problemático y febril

Enrique Santos Discépolo (1935)

 

A veces, en la prensa virtual o en papel se escribe para explicar algo, pero a veces también se escribe para discrepar. Es el caso presente. He leído con atención el artículo de Fernando Rospigliosi a propósito del 7 de noviembre (El Comercio, 4.11.17). Se titula «La revolución que cambió el mundo». De Rospigliosi tengo la mejor opinión. Lo considero uno de los mejores ministros que tuvo Alejandro Toledo, incluso por su renuncia. Lo cual no me impide discrepar en un tema concreto. 1917 es un episodio importante, pero no es lo que cambió el curso de la historia en el siglo XX. Me parecen más importantes la derrota de la Alemania nazi en 1945, el fin de la URSS en 1990, la formación de la Unión Europea y el retorno de China a la escena mundial.

Hubo, pues, otros grandes experimentos sociales. Fue el siglo del fin de los imperios coloniales. Tras la Primera Guerra Mundial se resquebrajan el Imperio austrohúngaro, el Imperio otomano (hoy Turquía) y el imperio de los zares. Y después de 1945 es el turno de los imperios coloniales de Inglaterra, Francia, Holanda, Bélgica, Portugal. Y si algo cambia el mundo son dos acontecimientos extraeuropeos. La independencia de la India —el grande y rico protectorado inglés—, obra de Gandhi, de la «no violencia». Y el otro es China en 1949, con Mao Zedong.

Siglo veinte: la derrota de los Estados Unidos en Vietnam (1975). Mi generación ha visto el rescate del personal de la embajada americana en Saigón mediante un helicóptero. El siglo veinte es la revolución en Argelia, los no alineados como el Egipto de Nasser y el fin del Apartheid en Sudáfrica, o sea, la victoria sin armas de Nelson Mandela. En los Estados Unidos aparecen líderes como Martin Luther King y Malcolm X. No olvidemos el Mayo 1968 de París, el fin del franquismo en España y los movimientos femeninos desde los años sesenta.

Rememorar 1917 es importante, pero hay una trampa. Dar a entender que la herencia de Marx solo es la marxista-leninista. En Sudamérica eso es corriente. En el paisaje mental de intelectuales y políticos, no cuenta el «modelo sueco», es decir, la socialdemocracia, que es también una herencia marxista y con mucho más éxito que la ortodoxia rusa. No hubo necesidad de una dictadura partidaria para que progresara la Europa del siglo veinte, tras acuerdos entre capital y trabajo, mercado y Estado social. En ese siglo surgieron sociedades educadas, industrializadas, ricas y democráticas, desde una revolución cognitiva que sobrepasa el leninismo.

Por eso mismo pienso que 1917 es una gran ocasión para cuestionar dos mitos. Volvamos a 1917. Nicolás II abdica, febrero de ese año, pero no era porque había habido una revolución en Rusia sino porque estaba perdiendo la guerra. Rospigliosi, dice: «los bolcheviques guiados por Lenin asaltaron el Palacio de Invierno, sede del gobierno provisional». Lo siento, dos errores. Lenin estaba en Moscú y no en Petrogrado. Y el famoso Palacio se había convertido en un hospital. No era la sede de Kérenski, el jefe del gobierno provisional estaba en otro lugar, en Gatchina. Tampoco estaba ahí la familia real, sino en Tsarkoïe. No fue una hazaña ni un riesgo. Como lo he explicado (Expreso, 12.11.17), el centro de poder se traslada al Palacio de Tauride, local del Congreso de los soviets, donde Lenin presenta su plan de gobierno. Desaparición de los latifundios y la paz con Alemania, y la prisión inmediata de los militantes de las otras izquierdas, mencheviques y socialrevolucionarios. 1917 es un putsch, nada heroico. Un batallón de mujeres cuidaba el hospital. La leyenda la realiza Eisenstein, un gran director de cine, a pedido de Stalin. El film se llama Octubre. Nunca hubo esa masa aguerrida, solo los extras de esa filmación.

La URSS fue un Imperio que se derrumba en 1990. Seamos sinceros, es el contraejemplo, la lección de lo que no debe hacerse. No es un buen camino ni la estatización completa de la economía, ni la concentración del poder en un solo partido, ni el control de todos los sectores sociales por la policía y el terror. Con Stalin, había aparecido un nuevo actor político, una tecnoburocracia de Estado. La nomenklatura. Hay que ser claro: «la masa de trabajadores fueron excluidos de toda decisión» (Castoriadis).

¿Cuándo 1917 deja de ser el paradigma de una revolución? Me arriesgo a decir que acaso el Mayo de 1968 —una rebelión más cultural que clasista— y en el seno de las naciones que se decían comunistas, con las huelgas de Solidaridad, el sindicato que quiso ser autónomo. Entonces, yo estaba en Europa y viajé a la Polonia de Lech Walesa. La ola de huelgas había comenzado en el Astillero Lenin (ironías del destino) y luego en otros sectores de obreros. Escribí entonces un informe que publicó Carlos Franco en Socialismo y Participación. ¿La clase obrera rechazando al partido comunista polaco? Y luego vino la Perestroika. El fin.

Siglo veinte, diversas formas de lucha, múltiples rebeliones. Como el tango de Discépolo, «problemático y febril». Las revoluciones, las verdaderas, son pocas. Muy pocas. Por lo general, los partidos que se autotitulan revolucionarios no llegan nunca al poder. La revolución cuando viene de las placas tectónicas de la sociedad, toma giros y rostros absolutamente desconcertantes.

Hugo Neira
27 de noviembre del 2017

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