La censura del ministro de Energía y Minas, Rómu...
Ante la toma de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos por un sector de estudiantes que violaban el derecho al libre tránsito y a la continuidad de las clases lectivas de la mayoría del claustro, el rector, Orestes Cachay, solicitó a la Policía Nacional que se restableciera el orden en la centenaria casa de estudios. El flamante Gobierno del presidente Martín Vizcarra decidió hacer valer la ley y el orden. Una auténtica sorpresa, considerando que el Gabinete Villanueva está colonizado por un sector antimercado y antisistema.
En el acto, las redes se poblaron de argumentaciones risibles como las que señalaban que esas cosas solo sucedían en las dictaduras, que semejantes intervenciones eran impensables en las democracias desarrolladas. Tonterías que no resisten el menor análisis. Imaginen una toma de los claustros de Harvard y Yale por una demanda estudiantil sobre cómo implementar los estudios generales. La cosa no parece posible.
Sin embargo, lo que llamó poderosamente la atención es el reclamo de los políticos antisistema. La congresista María Elena Foronda (del Frente Amplio) y Verónika Mendoza (de Nuevo Perú) denunciaron al rector “por oponerse al diálogo”. Es el mismo argumento que se utiliza cuando se bloquea una carretera, un puente o un local público o privado, y se produce la intervención policial de acuerdo a ley. Se dice: no hay voluntad de diálogo. Con esa estratagema, que hace trizas la Constitución, la ley y la propia democracia se han paralizado e Conga, Tía María y diversas inversiones en recursos naturales.
La denuncia acerca de la falta de voluntad de diálogo termina en la conocida “mesa de diálogo”, que nace de una abierta extorsión y de la violación de la Constitución. Luego del bloqueo de la carretera o de la captura del claustro, la mesa que se viene no es de diálogo sino de imposición. El resto es historia conocida.
Pero allí no termina el problema. A la intervención policial se le denomina “criminalización de la protesta” pese a que el Perú es el único país de América Latina donde se asesinan policías: doce policías degollados en la estación de Imazita y otros once asesinados en la Curva del Diablo en el Baguazo, dos efectivos asesinados por francotiradores en el desalojo del bosque de Pómac en Lambayeque, sesenta policías secuestrados en el puente Montalvo. La lista de muertos y heridos es larga. Pero se habla de criminalización de la protesta.
En una democracia consolidada, la congresista Foronda habría sido detenida por impedir que las fuerzas del orden ingresen a las viviendas universitarias (el paraíso de los radicalismos) y puesta a disposición de la Mesa Directiva del Congreso. Y las declaraciones de Mendoza sobre el tema serían las expresiones de una secta afiebrada.
El Gobierno de Vizcarra, pues, parece haber enviado un mensaje clarísimo a la izquierda antisistema. Sobre todo considerando que el éxito de la nueva administración tiene mucho que ver con la ejecución de los proyectos mineros de Michiquillay, Tía María y Quellaveco, entre otros.
Pero no basta la decisión política del Ejecutivo. Los fiscales y jueces tienen que cumplir la Constitución y las leyes investigando y procesando a quienes pretenden instalar una mesa de diálogo luego de bloquear una carretera o tomar un claustro universitario. De lo contrario, el policía se queda desarmado frente a la turba y ante la permanente agresión del radical; y a veces, se producen desgracias teñidas de sangre. Las muertes de civiles en las protestas solo tienen una explicación: la renuncia de fiscales y jueces a aplicar la Constitución y la ley.
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