La provincia de Pataz, en la región La Libertad, se ha ...
Ya sea por las humaredas que se levantan con respecto a los problemas de fondo o por la falta de visión de país, la idea de una reforma que flexibilice el mercado de trabajo (siguiendo el ejemplo de la Ley de Promoción Agraria) y de una reforma tributaria que unifique los regímenes existentes, elimine exoneraciones y revise las tasas, comienza a ser un sueño demasiado lejano. Todos sabemos que los temas laboral y tributario son dos claves que explican la informalidad de más del 60% de la economía y alrededor del 85% del mercado de trabajo; sin embargo, todos aceptamos la inamovilidad. El Ejecutivo, el Congreso y los políticos perciben que semejantes reformas son batallas que no se deben pelear porque pueden afectar la popularidad.
De esta esclavitud de la popularidad no se salva nadie. Ni el presidente Vizcarra ni los congresistas, incluido el indescifrable presidente del Legislativo, Daniel Salaverry. No es que solo se renuncie a las reformas, sino que se promueve la antirreforma. Por ejemplo, Salaverry y el congresista Luis Lescano están promoviendo una norma en el Congreso que resta alrededor de S/ 1,200 millones a Essalud para beneficiar a 10,000 trabajadores. Es, decir 11 millones de asegurados en la picota por las estrategias electorales de los padres de la patria. A nadie le interesa el futuro del sistema de salud ni el del sistema previsional.
Es claro que en el Ejecutivo se puede replicar señalando que el Gobierno actual es la administración más reformista de los últimos 25 años porque impulsó el referéndum que sancionó la no reelección congresal sin bicameralidad, estatizó las campañas electorales en radio y televisión, y aprobó la reforma del ex Consejo Nacional de la Magistratura. Más allá de que las señaladas reformas sean absolutamente discutibles —a entender de este portal se ha bastardeado nuestro sistema político— es incuestionable que Vizcarra apoyó estas reformas por una sola razón: eran populares. Punto. La conclusión, pues, sería que el jefe de Estado no apoyará ni impulsará ninguna reforma que no sea popular.
De otro lado, una de las cosas que se repite hasta la saciedad en los informes de los organismos internacionales y en los pronunciamientos de los especialistas es que la reforma de la educación es una de las claves para siquiera pensar en enfrentar la IV Revolución industrial y la digitalización de la sociedad mundial. Sin embargo, los políticos en el Congreso se pelean entre ellos presentando iniciativas que buscan relativizar la política meritocrática que impulsa el Estado —desde hace más de una década— en el nombramiento y la evaluación de los docentes. ¿Culpa solo de los políticos populistas? De ninguna manera.
El Ejecutivo y el Ministerio de Educación (Minedu) han abierto una brecha insalvable entre el sector Educación y los padres de familia, que multiplican sus organizaciones y movilizaciones. El motivo: burocracias en el Minedu han impuesto los criterios de la llamada ideología de género que responde a la agenda de las ONG de izquierda y que desata el rechazo de los padres de familia. Más allá de los argumentos a favor o en contra de la ideología de género, es evidente que la brecha entre el Estado y los padres de familia deja a las dirigencias radicales del magisterio como el único sector de presión ante los políticos. Una alianza entre el Estado y los padres de familia, pues, cambiaría el destino de la reforma educativa.
En cada aspecto de las llamadas reformas de segunda generación, urgentes para relanzar el crecimiento, se nota esta falta de voluntad reformista. Por ejemplo, las denuncias de corrupción en contra de Odebrecht han convertido en el mundo del trámite a todos los intentos de invertir en infraestructuras mediante las asociaciones público-privadas y la modalidad de obras por impuestos. Ante tanta tramitología, ¿cómo se va a resolver el déficit de infraestructuras de más de US$ 160,000 millones?
Como se aprecia, el Perú comienza a acostumbrarse a ser una sociedad sin reformas. Muy por el contrario, empieza a transformarse en un territorio en donde sopla el ventarrón antirreformista.
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