Silvana Pareja
El sistema penitenciario peruano está en crisis
¿Puede el sector privado ser parte de la solución?

La propuesta del Ministro de Justicia de impulsar un modelo de privatización carcelaria ha abierto un debate necesario y complejo en el Perú. En un contexto de crisis estructural en el sistema penitenciario, marcado por el hacinamiento, la violencia interna y la limitada capacidad de rehabilitación, resulta comprensible que se busquen alternativas. Sin embargo, toda transformación en esta materia debe analizarse desde una mirada integral, considerando no sólo su viabilidad económica, sino también su impacto social, jurídico y ético.
En primer lugar, es indudable que el sistema penitenciario enfrenta problemas graves. El Estado ha demostrado, en muchos casos, una capacidad limitada para garantizar condiciones dignas, seguras y orientadas a la reinserción social. Ante ello, la posibilidad de incorporar actores privados en ciertas funciones —como la construcción, el mantenimiento o incluso la gestión parcial de penales— podría representar una alternativa pragmática para modernizar la infraestructura y aliviar la sobrecarga institucional.
No obstante, esta opción también presenta riesgos importantes. El sistema penitenciario forma parte del núcleo del contrato social: el Estado es quien detenta el monopolio de la coerción legal y quien debe garantizar que las penas privativas de libertad se apliquen bajo criterios de justicia, proporcionalidad y respeto a los derechos humanos. Trasladar esta responsabilidad a empresas cuyo objetivo central es el lucro podría generar tensiones con dichos principios. ¿Qué pasaría si los incentivos económicos terminan por desplazar los fines resocializadores?
Algunos argumentan que, con regulación adecuada, auditorías constantes y un marco legal sólido, sería posible evitar esos riesgos. Otros, en cambio, sostienen que ciertos ámbitos —como la administración directa de la justicia y las cárceles— deben permanecer bajo control exclusivo del Estado, por razones de legitimidad democrática y protección de derechos. La experiencia internacional ofrece ejemplos mixtos: mientras algunos países han logrado combinar colaboración público-privada con estándares aceptables, en otros casos se han registrado abusos, corrupción y condiciones degradantes.
Lo cierto es que el debate no debe reducirse a un “sí” o “no” absoluto. El reto está en encontrar un modelo equilibrado, que priorice la dignidad de las personas privadas de libertad, pero que también busque soluciones realistas a los desafíos del sistema. Ello podría implicar un modelo mixto, en el que el sector privado tenga un rol complementario y no sustituya las funciones indelegables del Estado. Además, cualquier reforma debe ser acompañada por políticas integrales de prevención del delito, fortalecimiento del sistema judicial, capacitación del personal penitenciario y programas efectivos de reinserción.
En conclusión, la privatización carcelaria no es, por sí misma, ni la panacea ni el enemigo. Es una herramienta que puede generar beneficios si se aplica con criterios éticos, transparencia y límites bien definidos. Pero también puede profundizar desigualdades si se convierte en un simple negocio. El desafío del Estado es garantizar que cualquier reforma se base en el interés público, no en la lógica del mercado.
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