La censura del ministro de Energía y Minas, Rómu...
La peligrosa tendencia que busca enfrentar a consumidores versus empresas, alentada por un grupo de activistas de izquierda que se proclaman la llamada Asociación Peruana de Consumidores y Usuarios (Aspec), sigue avanzando peligrosamente en el país. La idea de que los burócratas saben mucho que más que los propios consumidores sobre las relaciones entre empresas y clientes se consolida de manera irresponsable. La Sala Especializada de Protección al Consumidor de Indecopi acaba de fallar, en segunda instancia, autorizando que los usuarios de los cines puedan llevar alimentos (canchas y gaseosas, por ejemplo) diferentes a los que se expenden en los servicios de los cines.
La demagogia brota a borbotones. La idea de que se podrá comprar una canchita mucho más barata fuera de las salas puede encandilar a muchos. Sin embargo, el modelo de negocios y las reglas establecidas para invertir han volado por los aires. Las cadenas Cinemark y Cineplanet acaban de informar que el 53% de sus ingresos provienen de la venta de entradas en tanto que el 40% restante de las ventas de los productos de las dulcerías. Es incuestionable entonces que las pérdidas se trasladarán al precio de las entradas. Algo más. ¿Quién asumirá los costos de limpieza de los alimentos que no se expenden en el cine? ¿Las dulcerías del cine que entrarán en quiebra? Todos los caminos conducen, pues, al incremento del precio de la entrada. La resolución de Indecopi, entonces, es puro populismo y demagogia, sobre todo considerando que la idea de la “canchita propia” puede multiplicarse a otros negocios.
¿Cómo así las empresas comienzan a convertirse en enemigas de los usuarios? ¿Acaso el Perú no entró a la modernidad de los cines con Cinemark y Cineplanet? Desde el llamado “caso Pura Vida”, en que se mintió arteramente sobre la naturaleza del problema (el producto y su composición estaban de acuerdo a una resolución de Digesa), se percibe en el país una estrategia que busca enfrentar a empresas contra consumidores, como si fuera posible imaginar una sociedad de consumidores sin empresas y sin mercados. Quizá solo baste recordar la tragedia del pueblo venezolano para dilucidar qué sucede con los consumidores cuando no hay inversión privada: se transforman en masas desesperadas que se arranchan el pan y el papel higiénico.
Bueno, decíamos que desde el incidente de Pura Vida se conoce una de una ofensiva que busca enfrentar a empresas contra consumidores. Desde los llamados octógonos prohibitivos para las etiquetas de los alimentos industriales, impulsados por la burocracia del Ministerio de Salud, que pretenden decirle a los consumidores qué consumir, incluso en contra de los principios establecidos por el Codex Alimentarius de las Naciones Unidas, ratificado por 188 países. Igualmente en el tema de la leche se ha desatado un mercantilismo abierto que pretende establecer qué producto debe llamarse leche y qué insumos deben excluirse de la industria láctea (leche en polvo), con el claro objetivo de favorecer a coaliciones mercantiles de ganaderos.
En todos estos casos subyace un argumento: los burócratas saben —mejor que los mercados en competencia— qué le conviene más al usuario, no obstante que ninguna de las sociedades desarrolladas que conocemos —con los mejores sistemas de salud y la más alta esperanza de vida— han adoptado este tipo de propuestas que provienen de la izquierda regional, que ha copado los organismos multilaterales.
La supuesta defensa del consumidor es parte de la estratagema de la izquierda, que intenta apoderarse de diversas banderas para desarrollar sus propuestas estatistas y en contra de la inversión privada. Así ha sucedido en el asunto de los Derechos Humanos, en los temas ambientales y en las cuestiones de género. Si las cosas siguen enrumbando de esa manera, el antisistema no necesitará ganar una elección nacional para imponer su programa.
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