Rocío Valverde

Una puesta de sol en Grecia

Presión social, paranoia y superstición irracional

Una puesta de sol en Grecia
Rocío Valverde
18 de agosto del 2019

 

Viajar por la península del Peloponeso ha sido un sueño. Tierra de leyendas y arquitecturas romana, griega y bizantina. Belleza natural por donde se le mire. Mar Egeo, mar Jónico, montañas abrazándote en cada curva, viñedos y montes cubiertos de olivos. Puede que en pleno verano, mientras atraviesas las montañas, creas que te has acercado demasiado al sol y te ha dado un contundente golpe, que está a punto de aturdir tu mente. Te conviertes en un Ícaro suicida. Rogarías poder dejarte caer desde lo más alto y así zambullirte en el mar cristalino de Pylos. Un knock out de calor y besar la lona mojada.

Con un poco de agua fría puedes comenzar a distinguir tu cuerpo. Tus pies siguen estando en tierra firme y te das cuenta de que más bien son las encantadoras cabras que, colgando de las montañas desafían las leyes de la física. Y son los griegos, hijos de Eolo, que desafiando todas las leyes de tráfico crean fugaces ráfagas de viento. Benditos sean los dioses. Volvería a recorrer la península en todas mis reencarnaciones y en todas ellas me hartaría de bougatsas y galaktobourekos. El deseo nunca se saciará.

Guiada por recomendaciones de gente que sospecho no me conocen lo suficiente, decidí dejar este paraíso para ir a Santorini. Todas las voces a mi alrededor me exigían ver la puesta de sol desde Oia. "No puedes morir sin ver la puesta de sol" me decía un ave de mal augurio deseándome la muerte en la flor de la vida. La presión social, la paranoia y la irracional superstición pudieron conmigo. Me di tres golpecitos en la cabeza y me puse en ruta a Oia, el mejor lugar para ver el atardecer.

En esta zona de la isla saqué la membresía del grupo de estresados veraneantes que también se habían impuesto la meta de ver al sol fundirse en el mar en una explosión de colores. En estas tierras el sol se oculta sobre la ocho de la noche. Nosotros llegamos alrededor de las cinco de la tarde y ya había turistas ocupando la primera línea. El calor arremetía y no había una playa cerca, ni siquiera un panadería para pedir un café freddo. Quedaban tres largas horas de insolación.

"El sol es un bastardo" le dijo una brasileña a su novio, y lo dejó en el acto. Discusiones similares empezaban a erupcionar. Nunca había visto a tanta gente discutir por la falta de aire acondicionado. "Las tiendas deberían vender botellas de agua congelada, sería un negocio redondo" me dijo mi madre, quizás notando que la gente empezaba a perder la calma.

Mientras el tiempo pasaba, el espacio personal se achicaba. Un alemán le recriminaba a una búlgara que pasito a pasito lo estaba empujando hacia el abismo. Una señora francesa arremetió contra una jovencita estadounidense que solo quería poder circular "No hay espacio para ti", dijo ella. Comencé a buscar a Toledo en la multitud. Creí oír en ella a Eliane Karp, aunque bien es cierto que todas las señoras renegonas con acento francés me suenan a ella. Falsa alarma. La mujer era rubia. Toledo continúa en prisión.

El sol empezaba su descenso. Creo que el rojo del cielo debió ejercer algún tipo de poder sobre un australiano que fue echado de una tienda. Los insultos llovían mientras la luz púrpura teñía los atuendos blancos de la multitud. "¡Ten un poco de clase!", una americana ingenua se metió en el pleito. Nunca imaginé que la tercera guerra mundial iba a explotar en una pequeña isla por causa del sol. Los insultos escalaron a amenazas de agresión, pero al menos el cielo ahora era naranja. La multitud comenzó a abuchear al australiano. "¡Estás arruinando la experiencia de todos!" lloró una señora británica. "¡Que le den al atardecer y a todos ustedes!".

Quizás el barquero giró a la izquierda cuando me encontraba en la cueva de Diros. En verdad había llegado al inframundo o a la ONU.

 

Rocío Valverde
18 de agosto del 2019

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