Pedro Olaechea

Tucuirícuc y la necesidad del orden público

Una entidad que vele por la correcta administración de justicia

Tucuirícuc y la necesidad del orden público
Pedro Olaechea
25 de octubre del 2018

 

Desde hace varias semanas venimos hablando —tanto en la sociedad civil como en los órganos de poder político— sobre la crisis en la que se encuentra nuestro sistema de justicia. En columnas anteriores me referí a la importancia de la presunción de inocencia y el debido proceso como principios jurídicos que deben ser válidos para todas las personas. Hoy creo que es necesario poner sobre la mesa otro elemento fundamental de nuestra vida en sociedad: el orden público.

¿Qué significan estas dos palabras? ¿Qué implicancias tienen sobre nuestras vidas? Ambas están en la base del concepto de justicia. La sociedad —desde sus inicios— se reúne para protegerse y desarrollarse en un entorno de paz. Pero a razón de defenderse, comienza a surgir una miríada de problemas generados por vivir en comunidad. Por ejemplo: ¿cómo distingo lo tuyo de lo mío?, ¿qué sucede si te hago daño?

Así, nace la necesidad de un “orden público” que evite que la gente ande matándose. Roma, en su nacimiento, no solo tiene la leyenda de Rómulo y Remo, sino la de las Siete Colinas. En estas se reunieron personas que habían sido rechazadas de la tribus aledañas y que se establecieron alrededor de unos pantanos, que terminarían conformando el territorio del Vaticano en la actualidad. Desde ahí, y conociendo su pasado, se esmeran en generar uno de los pilares de la sociedad: el derecho.

Los antropólogos coinciden, cada vez más, en que las normas morales en las antiguas culturas obedecían a las fallas más comunes de sus propios pueblos. El código de Hammurabi, la Torá, los Diez Mandamientos, todas buscaban un código moral para hacer posible la vida en sociedad.

Sin ir más lejos, en Perú se presentaban tres preceptos: no mientas, no seas ocioso y no seas ladrón. Todos estos esfuerzos tenían por único objeto llevar una vida en paz en una comunidad. Y para este propósito nace, en la sociedad, el intérprete y custodio de esta normativa social: la persona llamada a ejecutar las penas diseñadas por la sociedad para castigar el no cumplir lo ordenado.

Hasta acá todo bien, pero ¿qué pasa cuando el encargado de hacer cumplir la “ley” no la respeta o no la hace cumplir? Herodoto cuenta en sus obras que encontró a un sátrapa abusando de su poder, y que como castigo este fue despellejado y su cuero adobado para luego forrar un sillón. Ese debía ser un recordatorio para quienes impartieran justicia en el futuro: saber en qué silla estaban sentados y su origen.

Caso similar ocurre en Maquiavelo, en su obra El Príncipe, cuando cuenta lo sucedido con el juez Orco, quien es ejecutado de manera cruel por el mismo príncipe. Muestra, con el acto de fuerza y temperamento, el castigo a un hombre conocido como cruel e injusto. En ambos casos se logra imponer el orden público y se vuelve a creer en la ley.

En Persia, el auditor real era llamado “el ojo de dios”. Representaba al rey en todo lo que era la observación de la adecuada administración del imperio. En el antiguo Perú, este rol era depositado en el Tucuirícuc (en quechua: tucuy rikuq), el que todo lo sabe, todo lo ve. Viajaba por el territorio sin anunciarse. Veía todo lo que ocurría, como cualquier otra persona, ya que buscaba pasar desapercibido. Cuando decidía presentarse, lo hacia sacando los hilos de la borla real. Su dominio sobre el cumplimiento de las normas pasaba a ser total, y era respetado por todos los habitantes debido a su sabiduría. UN personaje similar existió en el Japón medieval. Interesante, ¿no?.

Es decir, el orden público y la correcta administración de justicia han sido la preocupación de la sociedad desde sus inicios. De ahí viene la importancia de tener jueces con criterio, así como fiscales que puedan, con su conocimiento, orientar a la población hacia la tranquilidad y el orden social.

De no cumplir bien estas responsabilidades, se comienza a percibir que la ley no está siendo bien administrada. El pacto entre los habitantes de un país comienza a perder fuerza y genera el enfrentamiento continuo entre ciudadanos. He ahí la importancia del orden público.

En la última semana se difundieron distintas conversaciones —fuera de tono, hay que reconocerlo— del grupo en Telegram denominado “La Botica”. Sin embargo, lo que el lenguaje expuesto denota es una clara desconfianza sobre nuestro sistema de justicia. Ya no solo hablamos de la calidad moral de nuestros magistrados, que lamentablemente manchan a los buenos jueces con los que el Perú cuenta. A esta corrupción crematística tendríamos que sumarle la corrupción moral o política. Esta última resulta mucho más corrosiva y perversa porque tiene seguidores que están de acuerdo con actuar fuera de la ley.

Por lo expuesto, crece la necesidad de implementar una especie de “Tucuirícuc” a nuestro sistema judicial, fortaleciendo los organismos de control de jueces y fiscales, para que nunca se aparten de la correcta adminsitración de justicia. Por ello encuentro necesario contar con una “Oficina de Control de la Magistratura” que tenga esa función: la garantía de la calidad jurisdiccional, con la cual los peruanos buscamos justicia.

Esta oficina deberá tener independencia total de la labor jurisdiccional del Poder Judicial y correr bajo la administración del mismo, permitiendo a los jueces dedicarse a tiempo completo a impartir justicia, con la calidad y la seriedad requerida. Recuperar la imagen, majestad y respeto de los jueces y fiscales ante la sociedad hoy resulta algo fundamental. El orden público lo requiere.

Se estima, además, que un Poder Judicial que tenga la calidad que el Perú requiere daría mínimo 2% al crecimiento del PBI de la Nación. Espero presentar las fórmulas legales del caso a la brevedad.

 

Pedro Olaechea
25 de octubre del 2018

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