Hugo Neira

Sociedad civil y América Latina

La politización extrema de nuestras sociedades es compatible con la extrema pobreza

Sociedad civil y América Latina
Hugo Neira
03 de marzo del 2025


Hay que saber, pues, que el concepto de “sociedad civil” puesto a rodar en esos días(*) es uno de los más ejercitados universalmente hablando, uno de los más complejos, tanto o más que el de Estado, y que contiene, en la historia del pensar político, significados extremadamente diversos. Su uso es tan antiguo como la misma reflexión sobre la vida de la
polis. Para hacerme entender, expongo a continuación algunos (solo unos cuantos) de sus muchos contenidos. Los siguientes:

- En Aristóteles, la sociedad civil es una forma de la comunidad. Distinta a la familia, enfrentada al “ethos”, al pueblo, y en consecuencia, una forma inferior practicada por los bárbaros y ciertos griegos incapaces de alcanzar la forma superior del zoon politikon, es decir, el animal político. 

- En San Agustín es la sociedad terrestre opuesta a la ciudad de Dios. No todas las sociedades políticas tienen el mismo valor, sino aquellas que permiten controlar la voluntad de poder, la libido dominandi. La forma superior es la república, pero la Iglesia, me temo hasta nuestros días, nunca renunció a que la ciudad terrestre se subordine a la ciudad de Dios. No proponérselo sería contradecir su postulado esencial, la Iglesia guía a la sociedad civil hasta el fin escatalógico de los tiempos.

- En Hobbes, la sociedad civil se enfrenta al estado natural, es decir, la guerra de todos contra todos, anterior al reino del Leviatán. Al transferir al Gigante una parcela de la propia libertad, en particular el uso de las armas, pierden todos algo y ganan todos mucho y la paz social es posible. El inicio del orden es una cierta y voluntaria alienación. Nunca la burguesía tuvo más lúcido teórico que Hobbes. 

- En Hegel, el Estado es distinto de la sociedad civil. Pero no solo eso, el Estado hace posible la sociedad civil. Esta queda limitada a la esfera de las necesidades elementales, al trabajo, a la vida policial, es decir, reglada por normas, de lo contrario la sociedad se degrada y cae en la guerra de todos contra todos, es decir, el desorden. Más claramente, el Estado es la condición de la sociedad civil. Y no cualquier tipo de Estado. El Estado de Derecho. Solo los que no han leído nunca a Hegel pueden considerarlo el padre de los totalitarismos modernos. Al contrario, fue un liberal. El Estado, concebido como el orden de leyes, es la forma suprema del espíritu. 

- Marx, como se sabe, es quien revierte el sistema de Hegel. Es la sociedad civil, y su esencia fundamental, la economía política, la prioritaria. La diferenciación entre ambas instancias, el Estado y la sociedad civil, es la contradicción principal, de donde se deduce que la clase proletaria al emanciparse nos libera del Estado. Marx fue un antijurídico, no vio en el Estado otra cosa que el comité de las clases explotadoras. Interpretadas las sociedades capitalistas de esa manera, el comunismo fue la Gran Ilusión. Cierto, un sistema de consejos de obreros, campesinos y soldados arranca en 1917. Pero este orden, casi ácrata, duró poquísimo. Los discípulos rusos de Marx no obrarán para desaparecer el Estado, como postulaba el fundador, al contrario, el marxismo será la justificación ideológica del más potente sistema de control burocrático de todos los tiempos, el Estado soviético. Una estado-idolatría. 

Como es visible, todas estas definiciones operan sobre pares opuestos. Pero no siempre lo que se opone es lo mismo. Con los griegos era a la familia, luego la ciudad de Dios, después, con Hobbes (y Spinoza, Locke, Rousseau) al estado de natura, y desde el XIX, ante el Estado. El concepto es venerable y poco claro, su definición contradictoria y variada a lo largo de la historia de la filosofía política. ¿Por qué se pone de moda entre nosotros? Puede que haya eco de las ideas de Gramsci en el medio universitario y de izquierda de los años ochenta. Y el teórico italiano de la sociedad civil añadió otro significado: medios, Iglesia, sindicatos, la importancia de quien los controla, el poder intelectual. Sea como fuere, hay que ir diciendo tres cosas. La sociedad civil tiene una historia tan remota como la de aquellos poderes ante los cuales se define y enfrenta, eclesiástico y político. Tampoco es algo distinto de las llamadas “fuerzas políticas”, puede integrarlas, puede ignorarlas. La tercera observación acaso nos conduzca a una reflexión más compleja pero necesaria. La sociedad civil no puede pensarse sin su par complementario y antagónico. Vale decir, el Estado. Y no cualquiera, el Estado de Derecho. El concepto de la sociedad civil como diferenciado del Estado es moderno, proviene de Hegel y de Marx. Su auge en el discurso contemporáneo, donde los representantes de la sociedad civil lo son en tanto que se distinguen de los profesionales de la política, no es extraño a los acontecimientos del fin de siglo. Por un lado, el hundimiento de los regímenes del Este. Y por el otro, al auge del liberalismo. Se conoce poco, pero fue una crítica de izquierda al sistema totalitario en el Este lo que aceleró el fin del sistema soviético. Cuando algunos intelectuales, que Occidente se esfuerza en esconder, aplicaron una lectura crítica y marxista al sistema de clases de esas sociedades y a la confiscación del poder por los burócratas. 

La cuestión que directamente nos concierne es: ¿hay o no hay, en sociedades como la nuestra, una sociedad civil? Los pareceres no solo son opuestos sino enfrentados. Para algunos, entre ellos el profesor Alain Touraine, no la hay. Si algo caracteriza a las sociedades de la América Latina, precisamente, es la debilidad o inexistencia de la sociedad civil. “En América Latina actores sociales, fuerzas políticas y Estado son constantemente confundidos” (A. Touraine, La parole et le sang, 1988). Los actores sociales no tienen esferas de autonomía, ni los empresarios, ni los obreros, ni los jueces. El poder o los combate, o los devora, o los fagocita. No por azar, Touraine cita a R. Mayorga, boliviano, y su interpretación de nuestras sociedades como “cesareanas en potencia”, vale decir, “fragmentadas en una pluralidad de centros de poder, sin posibilidades de articulación democrática, una sociedad dominada por un sistema político pobre e incapaz de establecer las mediaciones institucionales entre las demandas sociales y un Estado que gobierna en un vacío donde asienta su propia hegemonía” (p. 450). La descripción está inspirada en ese orden del desorden que es Bolivia, pero puede perfectamente acomodarse al sistema de redes que montó el poder con Fujimori. Pero hay quienes sostienen exactamente lo contrario. 

Existe un enfoque que insistiendo en la cultura y la simbología llega a la conclusión opuesta: el sistema peruano goza de una sólida sociedad civil, compleja y extensa, de la cual podrían emerger otras formas de legitimidad. Se invoca, en este caso, las redes sociales que, en Norma Adams, entre otros muchos estudiosos, explican la ética de los migrantes, la formación de empresas y su éxito urbano; también las asociaciones de vecinos, los centenares de clubes provincianos, la auto organización en la precariedad para luchar contra ella, clubes de madres. Son esas “nuevas formas de hacer política” de las que habla Cecilia Blondet. No hay que descartar el tejido de las ONG. Paradójicamente, la globalización podría estar fortaleciendo esa sociedad civil cambiante, dando lugar a formas de conciencia cívica y de acción. Se observará que, en la primera tesis, la debilidad o inexistencia de la sociedad civil es la consecuencia de la dependencia. Esta trae consigo no solo el subdesarrollo económico sino también político. La aparición del populismo, por ejemplo, es una alternativa de movilización y, a la vez, una trampa. Un círculo vicioso del cual no se sale. 

Ambas tesis pueden ser consideradas parcialmente ciertas. Pero las habita una imprecisión importante, la cuestión del Estado. No se puede pensar la sociedad civil, sea fuerte o blanda, sin su par contrario. Solemos hablar con frecuencia del Estado cuando lo que estamos nombrando es el gobierno. Son cosas distintas. Pero como ironiza Touraine, esta es una distinción casi ininteligible para el común de los sudamericanos. Dejemos de hablar, pues, de lo que casi no tenemos, del Estado cochambroso e inacabado. Lo que sí tenemos son gobiernos, por lo general desmedidos, lo cual va de la mano de su correlato, la debilidad de la sociedad. Los gobiernos intervienen, como sabemos, en exceso, hasta en aspectos nimios. Un ejemplo. Ya en las postrimerías de su gobierno, el presidente Fujimori, ante la gran desilusión frente al seleccionado nacional de fútbol, anunció con gran pompa que se ocuparía personalmente del asunto. A todos les pareció perfectamente normal, e incluso de la activa oposición no se levantó una voz de protesta. El exceso de intervención del gobernante funda la arbitrariedad. El exceso del gobernante lleva a la norma del capricho. Algunos hablan del Estado patrimonial, lo cual es un oxímoron. Si es patrimonial, ya no es Estado. Es un bien principesco. Ahora bien, una situación en la que el presidencialismo es invasivo lleva a la sociedad política a vivir a la defensiva. Esto se traduce en la politización extrema de nuestras sociedades. A algunos les parece que esto es un síntoma de salud. Puede que sea lo contrario, cuando nos duele un órgano, el hígado por ejemplo, no es buen síntoma. Las sociedades contemporáneas y con índices de bienestar elevados son, en cierta manera, indiferentes a la vida política. ¿Para qué ocuparse? Las instituciones funcionan. Hay que considerar que la politización extrema de nuestras sociedades es compatible con la extrema pobreza. (HN, El mal peruano 1990-2001, SIDEA, Lima, 2001, pp.194-201)

* Escrito en el 2001

Hugo Neira
03 de marzo del 2025

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