Eduardo Zapata

Reflexiones sobre la representación

De la lingüística a la actualidad política

Reflexiones sobre la representación
Eduardo Zapata
06 de septiembre del 2018

 

Nos hemos olvidado seguro lo difícil que fue para todos nosotros trazar por primera vez una “a”. En verdad, la dibujamos, con un lápiz o lapicero muy nuestro, cogidos con la imperfección de quien acomete una gran tarea. Papel poco alisado, líneas no respetadas, penetración ingenua del yo sobre la superficie —más, más allá de lo que demandaba la sutileza del lápiz—, pero allí estaba orgullosa nuestra primera vocal.

Salíamos de los dibujos. Hombres y mujeres. Casas y animales. Soles y lunas. Pastos y cercas. Montañas, muchas, para dibujar también contornos lejanos. Y las crayolas ponían calor y color. Y fueron tantos los dibujos.

Pero esos dibujos tenían motivación directa: las cosas que nos convocaban externa, pero también internamente. Y ese no era el asunto de nuestra grafía “a”. Se trataba ahora de representar un sonido, uno, diferenciado de otros, solo, y esa no era tarea fácil en nuestra mente. No había la recompensa de la imaginaria verosimilitud con lo real. Había, eso sí, un oculto sentimiento lingüístico que nos hacía copiar (por eso la dibujábamos con la pasión del trazo hendido) otro trazo que sabíamos vital. Aquel que superaría, lo creíamos porque otros también lo creían, la ingenuidad de nuestros primeros dibujos.

No nos contentamos con la letra solita. Seguro, también por indicación ajena, la rodeamos de otras letras. Y junto con una vuelta a nuestros otros dibujos, escribimos “mamá”, debajo o encima de alguna figura supuestamente materna para un día especial. Y tuvimos la satisfacción, sin entenderlo del todo todavía, que eso que habíamos escrito merecía el orgullo de la señora que esperaba en casa y que, efectivamente, se llamaba mamá.

Arbitrario era que esa grafía representase ese sonido, pero el afecto nos reforzaba la certeza. Arbitrario también era que esa señora se llamase mamá, pero su reacción al pronunciar el nombre, nos reconfortaba. Y poco a poco aprendimos que uniendo más elementos, tal vez arbitrarios en su origen, pero motivados para nosotros por su funcionamiento, podíamos decir más y ser escuchados.

Fue toda una disciplina y un aprendizaje. Aprendimos a representar con elementos arbitrarios, pero convencionales; compartidos, aceptados. De modo que la representación así, en todos sus alcances, fue posible. Incluyendo el intento por aprender la representación política democrática, que también suponía disciplina y —esto es importante decirlo— verificación en su actuar. También en la corrección de las formas.

Lo arbitrario quedaba, entonces, atrás y todo debía hacerse motivado, natural, compartido. A era A siempre que funcionase. En fondo y forma nuestros semejantes representantes políticos podíamos ser y éramos —al menos así lo sentíamos algunos— nosotros mismos.

De pronto, sin que los políticos acaso se hayan percatado lo suficiente de ello, la arbitrariedad del origen ha reaparecido. Y es que A —en lo político— no parece ser ya A. Las grafías no parecen corresponder a los sonidos. Las letras no representan las voces. Los políticos no son nuestros semejantes. La representación, en el mundo oficial, ha entrado en crisis.

Cierto es que se van añadiendo más y más palabras. En un intento por recobrar la representación. Pero olvidando que estas palabras también son arbitrarias y olvidando que, para que funcionen, deben ser sentidas como motivadas. Poco favor hace a nuestra vida política la recurrencia a términos como institucionalidad y gobernabilidad, empleados como evasión del asunto central: aquel de la crisis de representación. Culturas orales y electronales conspiran contra el concepto de representación pura basado —qué duda cabe— en la representación sonido / letra. Así como la gente siente finalmente que la letra no es escrupulosa representación del sonido, tampoco siente que un político la represente.

Para que los niños (y los adultos también) tengan fe en que sus trazos configuran mundos reales, es indispensable restituirle respaldo a la palabra política. Esto supone, por lo pronto, abandonar las certezas nunca ciertas de frases como “padres de la Patria” o “representantes del pueblo” o falsos distintivos. Y comprender con seriedad que el político en ejercicio de gobierno ha sido contratado por los ciudadanos, puntualmente y por un período, para el manejo vigilado de la cosa pública.

 

Eduardo Zapata
06 de septiembre del 2018

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