Hugo Neira

Populismos. ¿Neofascismos o neodemocracias? (1/4)

Tarde o temprano degeneran en despotismos

Populismos. ¿Neofascismos o neodemocracias? (1/4)
Hugo Neira
10 de noviembre del 2019


Si hay un problema en las arenas siempre inquietas de la vida política, es esa tendencia que llamamos populismo. No me estoy refiriendo a las actitudes de tal o cual político o partido peruano, ni siquiera a las marchas en Santiago de Chile que he visto hace poco y que llenan avenidas pero no dicen si tienen líder o un comité con quien hablar. Contrariamente a un
a priori muy corriente, el populismo no es un tipo de régimen. Y menos una ideología. En estas líneas trato de resumir lo que dije en un conversatorio organizado por mi amigo Prialé y al que participaba Jaime de Althaus. El tema fue «democracia y populismo». Y preferí ocuparme más bien de lo que llamamos populismo. El tema es ancho y muy complejo. Como podrá apreciar el amable lector.

Para principiar, no es una novedad, hace decenios que han aparecido. En los setenta a los noventa del siglo pasado los llamábamos nacional-populismo. Pero hubo populismos agrarios en los Estados Unidos de 1896 —el People’s Party—, y más cerca a nuestros días, en Yugoslavia, Turquía, en la India, cuando la industrialización arruinaba regiones enteras. Por doquier. 

Lo de nacional-popular fue el concepto que permitió definir al estudioso Gino Germani, qué era el peronismo. Pero en 1969, quien escribe esta nota, investigador o chercheur en París, prefiere otro concepto, a saber, populismes ou césarismes populistes. Ponía el acento en la relación emocional entre masas y líder, en este caso, Juan Domingo Perón (en Revue française de Sciences Politiques, junio, 1969). Este trabajo mío ha sido tomado en cuenta a medida que el populismo se multiplica en naciones y culturas diferentes. Vayamos, pues, paso a paso. De lo sencillo a lo complejo.

En primer lugar, se usa como peyorativo. Por lo general, su repudio viene de los detentores de convicciones y doctrinas, de izquierda o de derecha. Lo ven como un intruso. Pero esa actitud que parte de prejuicios, no nos conduce a nada. Razonemos, por algo brotan en diversas naciones. Uno de sus distintivos o rasgos peculiares es su indeterminación. Suelen tener como objetivo una política antidemocrática y a la vez los anima una democratización. O como dicen, «una transformación social», que bien puede culminar en reformas profundas o bien en gobiernos autoritarios. Venezuela actual, Nicaragua. Por eso se les ve con temor, y en efecto, saben lo que no quieren —seguir pagando impuestos por encima de sus posibilidades, como en Chile— pero no saben reformar sin romper del todo el orden social y político. Entonces, la medicina resulta peor que la enfermedad. 

En segundo lugar, si es así, el populismo es ambiguo. Si comparamos los populismos, podríamos calificar, en la sociedad francesa, a la señora Le Pen como populista —anti euro, anti Europa— pero con ilusiones que hacen pensar en Hugo Chávez, el socialismo del siglo XXI, esa caída en picada al desorden. Pero a Le Pen padre e hija, no les haría gracia alguna que los clasifiquen al lado del extinto presidente venezolano. No obstante, de hecho y en la praxis, se parecen enormemente. Los populistas franceses y de otros países europeos detestan a la clase política tanto como los populistas sudamericanos.

En tercer lugar, si son diversos y heterogéneos, si proliferan en Europa (en Francia, Hungría, la república Checa, en la Italia del norte) tenemos que entender la causalidad que los pone en el escenario de la vida política. Hay diversos casos. Hay el populismo étnico, el de los catalanes. Con la misma intensidad de aymaras peruanos o bolivianos, o identidades indígenas como en Ecuador. ¿Aspiran, entonces, a una suerte de autonomía y a adoptar los sistemas socialistas anteriores a la caída del Muro de Berlín? No necesariamente, los populistas en economía suelen ser más bien proteccionistas. Les molesta la mundialización pero no por ello la economía de mercado. Las marchas antimineras en el Perú, quieren el progreso pero no aceptan un país industrialista. Parecen revolucionarios, pero por lo general, tienen temor a la modernidad. La velocidad de la mundialización los desespera. 

Por un momento, tenemos que darles la razón. Son paradójicamente el efecto perverso de la mundialización y el modelo neoliberal. No hay duda de que la economía abierta, el mercado liberal, aumenta la riqueza de las naciones. Pero como ya sabemos, se producen entonces brechas enormes entre los más ricos y ya no solo los pobres sino con las mismas clases medias, he ahí el caso chileno. La gente que he visto marchar pacíficamente en Santiago, son clases medias, muy por encima de las nuestras (US$ 15,000 per cápita, Perú, US$ 6,000). Pero cuanto más se progrese, más abundan los marginales. Los que no tienen formación para obtener un empleo seguro. Los jubilados que no les alcanzan las miserables pensiones. Economía moderna, no todo el mundo está preparada para ello. Y entonces, la educación. Pero resulta carísima y la salud, casi imposible de salvarse de un cáncer si es que no eres rico, muy rico. 

A esto se añade un espacio gigantesco que separa a ricos de los medio ricos. Las grandes corporaciones que rigen la economía mundial por encima de Estados y naciones, no ven esas clases sociales mayoritarias, solo se conectan con financistas y empresarios pujantes. ¿Qué hacer con los ciudadanos que no tuvieron buena secundaria y estudios superiores, los malformados pese a todo, inclinados al consumismo? Cruel paradoja, los dueños del mundo generan un nuevo tipo de pueblo descontento. En las grandes ciudades, México, Lima, Buenos Aires, se habita en espacios separados, en culturas ajenas. En América Latina, lo más llamativo del populismo es el odio a las elites. Eso es grave. Eso es la Alemania de los años treinta en la que se buscaba un chivo expiatorio. No digo que las masas que circulan en las protestas sean nazis. Digo que la política que siempre es debate, se transforma en emociones. 

Si se sigue creyendo que nada importa las brechas sociales, puede pasar lo peor. Cuando el populismo, a partir de que la soberanía verdadera es la del pueblo, busque ciegamente su líder, lo encontrarán. El misterio del carisma personal. Y eso fue Mussolini, Hitler, Stalin, sin duda, césares totalitarios. Y en la línea de populistas con carisma —ese don para fascinar multitudes y pueblos enteros— Castro, Sukarno, Khomeini—. Dirigentes excepcionales, nos guste o no. El poder carismático, según Weber, puede ser tan legítimo como el poder tradicional o el poder legal-moderno, este último, con el sufragio. Siempre y cuando las mañas de la tecnología no intervengan, como en Bolivia.

Pero no se alarmen más allá de lo necesario. Lo digo para lo que creen que esto es nuevo, profesor de historia que soy: hubo césares democráticos, como de Gaulle, Haya de la Torre en los años treinta. Y un Perón que siempre llega al poder desde las urnas. ¿De modo que todos somos populistas? El tema es cómo la democracia debe continuar en las sociedades del siglo XXI sin caer en jefes de Estado omnipotentes, que tarde o temprano degeneran en despotismos. ¿Qué hay que hacer? Una democracia con élites que vengan del pueblo. Empresarios, no, zapateros a sus zapatos. Hijos del pueblo, no señoritos. Pero no repitamos el caso Toledo. ¿Cholo? ¡Un criollazo!

Hugo Neira
10 de noviembre del 2019

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