Raúl Mendoza Cánepa

Los mejores

Los títulos universitarios nunca dan aquello que no se tiene

Los mejores
Raúl Mendoza Cánepa
02 de octubre del 2017

A veces sorprende cuando el gremio del periodismo advierte que solo pueden hacer periodismo los que hayan pasado por las aulas del ramo, que certifican “ética garantizada” (!). Extraño imperativo colegiado, cuando decenas de los que hacen noticias o escriben columnas o se dan al lance de la entrevista muestran su excelencia sin más cartón que el consolidado del olfato y la experiencia ¿Alguien enviaría a Hildebrandt a la Bausate? ¿Hubieran enviado a Saramago o Bolaño a estudiar Literatura en el salón universitario? No, ¿verdad? Es como asumir que los mejores novelistas lo son por el hecho de haber estudiado Literatura en alguna facultad.

Desde luego que hay territorios cuyas técnicas específicas impiden el ejercicio no profesional. Pésima idea sería visitar el consultorio de un cirujano que no se haya formado en esa especialidad, o dejar la defensa a un abogado que apenas si estudió sociología. En este juego de especializaciones relativas, podríamos exigirle a los políticos un paso previo por escuelas de gobierno (al menos algunos lo han dado) y a los vendedores calificarlos según los libros de marketing que se devoraron.

Los mejores no siempre pasan por la academia y bien vale esta aseveración para los intelectuales. José Carlos Mariátegui, y hasta usted ya lo sabe de paporreta, fue un autodidacta que nunca pisó facultad alguna. No repitió al consabido Marx, sino que creó ideas sobre los postulados de Marx, creación heroica que lo convirtió en el único intelectual (de izquierda) de su tiempo. Los mejores no siempre son los que siguen la línea formal de la formación, sino aquellos que procesan bien la experiencia y la lectura. No existe un conocimiento inmanente y lo que viene con natura no es la data, pero sí la habilidad. Un abogado o ingeniero con maestrías y cartones postítulo no necesariamente supera a aquel que tiene el chip ¿Qué es el chip? Difícil de explicarlo, más fácil es observarlo. Un bachiller o licenciado que la hace mejor en el terreno que un acartonado de múltiples reconocimientos es una buena lección contra la fatua propensión a acumular papeles más que a explotar nuestras habilidades naturales.

Jack Ma, el empresario más rico de China, suele decir que nunca contrata personal basado en sus títulos, su formación solo le prueba cuánto han gastado en su educación, pero no su utilidad real en el terreno. John D. Rockefeller carecía de formación, fue un niño que lustraba zapatos, pero tenía una habilidad esencial, esa que lo convirtió precisamente en el capitalista (monopolista) más rico de los Estados Unidos: su capacidad de escuchar a los ricos (cuando se colaba en los lugares que frecuentaban) y de procesar cada una de sus frases y gestos. Solía espiarlos para conocer de qué estaban hechos. Cuando un abogado en un tribunal confrontó con un ya maduro Rockefeller enrostrándole su escasa capacitación, el magnate lo retó a que le hiciera todas las preguntas que quisiera. Cualquier disciplina era válida. Rockefeller solo puso una condición, que le proveyeran de un teléfono. Cuando el abogado arreció con las preguntas, el empresario marcó una y otra vez, asegurándose que un experto en cada tema le soplara las respuestas. “Rodearse de talentos” fue la clave de su riqueza. La actitud hizo de Henry Ford quien fue. Y Harry Gordon Selfridge voceaba diarios antes de emprender la gran hazaña de un estadounidense en Londres, abriendo una cadena de grandes almacenes, a contrapelo de la desconfianza de sus propios inversionistas. Fue quien creó la venta al detalle y en muestrario abierto. Hizo un cambio que no se lo dio conocimiento alguno de escuela o universidad, sino un factor de su formación o de su naturaleza personal (que ignoramos).

Las escuelas inyectan conocimientos y estos al vincularse crean la base de una persona socialmente funcional. En teoría, desde luego, porque más importante que la data que se difumina en el devenir es el descubrimiento de las habilidades propias, el “para qué realmente servimos”. Completo el plano si además natura nos consagra con la vocación, que aquello para lo que “somos buenos” coincida con nuestra pasión ¿O quizás debe servir la escuela para descubrir el potencial y cultivar la pasión? Talento y pasión. Allí la clave. Los títulos solo complementan, nunca cubren aquello que no se tiene.

 

Raúl Mendoza Cánepa

 

Raúl Mendoza Cánepa
02 de octubre del 2017

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