Hugo Neira
Lo peor del criollismo
La Peña Ferrando y el general o lo peor del criollismo *
Cuando el bueno de don Hipólito Unanue escribía para el Mercurio Peruano y admitía —ya desde entonces— que ejercía los oficios de la inteligencia como ante un jurado europeo, hubo de exclamar con orgullo que nos asombra: «nosotros, sabios criollos». Ha pasado el tiempo y en el uso de la República y de esa libertad por crear y vivir de acuerdo a nosotros mismos, el término criollo se ha empobrecido. Para nosotros, criollos, no siempre es motivo de orgullo, como lo fue para Unanue. No me atrevo a señalar los hitos de esta decadencia, de cuándo, en qué momento, si durante las luchas de los caudillos, o en la turbulencia de las locas administraciones imprevisoras del guano y el salitre, o con la Guerra del Pacífico, de pronto la palabra que inspiró parte de la ideología emancipadora se convirtió en algo así como una afrenta, como un reproche, como la conciencia de que lo aquí se hacía era incompleto, apresurado, inútil.
Mucho ha transcurrido desde la época en que Unanue podía ufanarse de su criollismo hasta el detritus social que se exhibe, bajo el mismo nombre, por ejemplo, en la Peña Ferrando. No hay relación entre lo criollo que justifica ahora todo mal gusto con ese nacimiento de la conciencia de la patria que esconden los muros de la Biblioteca Nacional en las páginas del primer Mercurio Peruano. Este criollismo es como la confesión de un fracaso colectivo. Es una enfermedad de los sentidos que, en canciones, giros idiomáticos, estilos arquitectónicos, vestidos y sobrenombres, potajes y espectáculo luce, más bien, lo bajo, lo bastardo, lo inferior, con el fácil pretexto de la criollidad, como si lo autóctono justificara toda la suma de equívocos que ahí se atrincheran. Solemos llamar criollo a aquellos productos inacabados, desde la broma que estalla en los teatros porque el espectáculo es injuria y afrenta contra alguien, al plato de comida que es apenas cocimiento ligerísimo de limón o ají; porque quizá la tragedia de estos días sea que sinónimo de criollo es lo inacabado, aquello que se hace con prisa, la menor calidad de las cosas, las formas y las maneras de lo inferior.
No es, pues, una vana reflexión admitir que existe alguna deplorable realidad, algún gran desengaño, cuando una palabra que comenzó con todos los mejores auspicios, en nombre de la cual tuvimos independencia, constitución, gobierno y nación, sea hoy expresión de nuestro más intenso descontento y crítica. «Hecho a la criolla» es como decir hecho del peor modo, a prisa y sin calidad. Estamos en el extremo de Unanue. Como decir que estamos en el otro extremo de la esperanza que dio nacimiento a la peruanidad criolla que festejamos, casualmente, este 28 de julio.
Es escándalo para este cronista la Peña Ferrando, pero por razones diferentes a las que invocaron sus censores. No porque fuera motivo de sátira un sacerdote ni un militar. Pueblo que no sabe reírse de sí mismo es pueblo enfermo, incapaz del análisis y la autocensura. Creo que lo peor de aquel espectáculo no fueron los temas, sino los modos. Había una tal carga de mal gusto, de deseo de relajar lo que en sí tiene mérito —en el caso de la caricatura hecha sobre Chabuca Granda—, y la acogida que tuvo en el público exhibe cierta deplorable tendencia a la disminución de los valores, un cierto estilo de pueblo parricida. Aquí ya no es posible distinguir la vieja manera criolla en la que fue sátira, correctivo y látigo de usurpadores, tiranos y bribones. Fue la punzante broma de Felipe Pardo o de Segura o del propio Palma, destinada a enmendar los malos pasos de la Reciente República, censurar a sus verdugos, fustigar los vicios nacionales, y no cabe compararla con este deseo de rebajarlo y desprestigiarlo todo, que es tan claro y ostensible en esa perfidia que es curiosamente popular. Hay, pues, un gran abismo entre el criollismo de los fundadores de la Patria, soldados que se batieron en los campos de batalla, con el de los dictadores contemporáneos, cuyos grandes combates se libran asordinados en contra del presupuesto en jornadas memorables por obtener tajadas de obras públicas que nunca se construyen pero sí se inauguran, como en el caso de las irrigaciones de Cajamarca en el pasado gobierno del señor Manuel A. Odría. Y es que también aquí, como en la llamada «Peña Ferrando», estamos en las antípodas de Unanue, en lo peor del criollismo.
* Artículo publicado hace 60 años, en el diario Expreso del sábado 4 de julio de 1964.
Reeditado en Pasado presente. Del tiempo aleve: crónicas de los 60, SIDEA, Lima, 2001, pp. 231-232.