Jorge Luis Ortiz
Licencia social para el chantaje
La predictibilidad es el pilar de la seguridad jurídica de un país
«La novedad es el progreso de los tontos», declaró el filósofo Savater en una entrevista, y añadió «del tonto que se cree que lo que viene después de lo que hay es mejor». Del espíritu revolucionario se han escrito tratados, creado glorificaciones y desde la historia, pasando por la religión, se han levantado monumentos en nombre del hombre nuevo, del que está destinado a transformar una lúgubre realidad en el sueño de la tierra prometida, cuando lo único que es capaz de hacer es, dadas las evidencias, convertirla en un oscuro desfiladero.
Y es que como añadía el autor de Política para Amador, «hay cosas que son mejores, pero el progreso a veces es defender lo bueno de lo que hay, no inventar novedades». Porque, veamos, ese deslucido y difuso requisito llamado “licencia social” para obligar al inversionista minero a sujetarse a las exigencias no de comunidades originarias, sino y muchas veces, de cabecillas de mafias que viven de las rentas de sus extorsiones a las empresas con la amenaza de impedir sus operaciones a través de paralizaciones, bloqueos de carreteras y destrozos, esa sola denominación ha reemplazado a aquellas instituciones que verdaderamente preservan un equilibrio entre las expectativas y beneficios de la población por un lado, y los compromisos y las tareas de la empresa por el otro.
Instituciones que, por precarias que sean en este país, salvaguardan un orden en las relaciones del poder político y la ciudadanía. La Constitución es la primera institución formal de todas. Es el reducto primigenio para defendernos de la arbitrariedad del poder. En ella se abrigan todos los acuerdos con que buscamos alcanzar nuestros propósitos. Mientras más protegidos estén nuestros contratos de los antojos del Gobierno o su díscola mano (o de la infracción de los privados), mayor probabilidad habrá de concretar nuestros proyectos en mínima e indispensable paz.
El Foro Económico Mundial, cuando elaboraba sus reportes de competitividad, tenía el acierto de señalar que el ambiente institucional está determinado por el marco legal y administrativo dentro del cual individuos, empresas y gobiernos interactúan para generar riqueza. Institucionalizar seudoautorizaciones como la llamada “licencia social” quebranta ese marco, uno que para cubrir cualquier forado en la normatividad ya ha respondido con más regulación, como la Ley de Consulta Previa, una compleja y abultada lista de requerimientos de las evaluaciones de impacto ambiental, las diversas normas municipales y lo establecido en la Constitución. ¿Insuficientes? Súmenle a ello los costos de transacción relacionados a la inestabilidad política y los sobreextendidos plazos para conseguir los permisos, y todo ello sin nada que garantice la consecución de lo avanzado.
La predictibilidad, sostén de la seguridad jurídica de un país, no puede mantenerse con la volatilidad de las opiniones de camarillas que solo buscan la parte más sustanciosa del pastel en desmedro de quienes dicen representar. Para eso ha servido la mentada “licencia social”, para fortalecer mecanismos de chantaje que limitan el desarrollo de las comunidades que sí necesitan de las oportunidades que les pueda granjear la inversión privada.
Mientras el Estado no proteja las inversiones (y proteger es resguardarlas del atropello y delito perpetrados por otros) será cómplice del desastre al que seguirán condenados grandes sectores de la población. especialmente la rural, que ve los recursos allí, bajo tierra, pero se sienten impotentes por una pobreza impuesta por la corrupción.
Parafraseando a Savater, a veces por ser originales (con nuestros conceptos) pretendemos ordeñar al toro luego de ordeñar a la vaca, y no siempre será una buena idea.
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