Hugo Neira

Las Memorias de Pruvonena (I)

Riva Agüero y sus recuerdos de la historia del Perú

Las Memorias de Pruvonena (I)
Hugo Neira
08 de enero del 2024


Acabamos de entrar al año del Bicentenario de la Batalla de Ayacucho, la victoria del general Sucre sobre los ejércitos reales. Con ella se consolida la emancipación del Perú de la Corona española (9 de diciembre de 1824). Los libertadores, que eran una elite por su función (venían del aparato de dominación, oficiales provincianos del ejército del Rey), no fueron solo un problema para el orden que derrumbaron (un mundo extremadamente reglamentado) y sus contemporáneos, que los admiraron tanto como los temieron, sino que lo siguen siendo para nosotros. ¿Cómo no reconocerlos? ¿Cómo alabarlos cuando, con ese título tan pastoral de Protector o Supremo, sin duda necesario dadas las circunstancias, abrieron de par en par la puerta del poder a otros que luego, sin sus recatos, precipitaron la entrada desordenada de las jóvenes repúblicas a anarquías sucesivas, a lo largo de ese caótico siglo XIX? Bolívar en vida ya había condenado a sus sucesores a los que llama con brillantez "causantes del infierno doméstico," en su Carta al General Santander de enero de 1825. 

Entre los archivos que contamos sobre los inicios de nuestra república, se hallan las Memorias, póstumas, del primer presidente del Perú, José Mariano de la Riva-Agüero y Sánchez Boquete, que nació el 3 de mayo de 1783, en Lima. Fueron publicadas bajo el seudónimo de P. Pruvonena en 1858, en París. Puede que el amable lector no las conozca. Son dos volúmenes de 700 y 814 páginas. Riva-Agüero había interrumpido su carrera militar para pasar un largo tiempo en Francia, en la época de las invasiones napoleónicas. Era un rupturista, le molestaba la presencia de las tropas francesas en España y también las españolas del Antiguo Régimen en el Alto y el Bajo Perú. Le eran por igual formas de dominación e insoportables en ambos casos. Regresa al Perú en 1809 y va a desvelar por completo sus intenciones y su carácter antes que desembarque San Martín y lo conozcamos desde sus pasos (malos o buenos) en la historia de la independización del Perú. Seamos claros, Riva-Agüero, ya en el Perú, era un revolucionario. Pero defendía una “independencia monárquica”.

Sus Memorias son un testimonio feroz de aquel tiempo de desorden. Hemos elegido unos extractos. El primero, sobre "las causas del mal éxito que ha tenido la independencia del Perú", viene del capítulo II, pp. 47-520.

****

“Pero, cual fué la sorpresa de los peruanos al ver, que contra estas estipulaciones, el referido San Martín se arrogó la soberanía, y se declaró por sí mismo Protector del Perú, y bajo este nombre se constituyó en un dominador absoluto del país. Como tal, se dió él mismo la investidura de Gobierno Supremo, se señaló el sueldo anual de treinta y seis mil pesos como Protector, creó una Orden como lo hacen los Soberanos para condecorar a sus súbditos, se hizo dar una condecoración de brillantes de dicha Orden, cuyo valor ascendía a quince mil pesos, nombró ministros, y constituyó al Perú en un feudo suyo; y dispuso de las rentas del Estado, y de los bienes de los particulares al modo que lo podría haber hecho si todo el Perú y sus habitantes hubiesen sido un patrimonio suyo. Pero comprometidos los pueblos peruanos con la insurrección contra el gobierno español, empeñados no solamente en la senda de la independencia, sino lo que era todavía más, desesperados de no poderse reconciliar con los antiguos tiranos, porque los odios y las hostilidades habían llegado al extremo a que son conducidas por el furor de las pasiones en toda guerra civil; los peruanos decimos, fluctuaban entre el honor de la lucha y la desesperación de verse expuestos a nuevos y mayores desastres, si el intruso y pérfido San Martín llegaba a sostenerse en su dictadura. ¡Qué cuadro tan lamentable, preludio de escenas las más atroces, con que después debía ser manchado el suelo de los Incas!

¡Sí! En este país, aunque dominado por españoles, eran conocidas las bases de su administración: su gobierno ofrecía garantías; y si no eran los españoles justos, a lo menos eran sinceros. Su lenguaje era análogo con sus obras, y jamás cupo en ellos el doblez de revestirse con supuestas virtudes para hacer caer en el garlito a los incautos, y degollar a tanto número de inocentes víctimas. Solo estaba reservado a nuestros días, el que hombres los más malvados y abyectos de la sociedad por su depravación y vicios, se escudasen con el broquel de la libertad y de la filantropía, para causar a los pueblos mayores males, que de los que se quejaban de los españoles.

Ciertamente que de todos los males que pueden sobrevenir a las naciones, el peor es la tiranía; y la más cruel tiranía es la que se ejerce a la sombra de la libertad: de esta clase es, de la que han hecho alarde en nuestra época San Martín y Bolívar.

Volviendo al objeto principal diremos: que posesionado San Martín del puerto indefenso de Pisco, sin haber encontrado en él la menor resistencia; el primer paso que dió fué echarse sobre todo lo que allí había; principalmente sobre los almacenes y grandes bodegas en que se guardan las valiosas cosechas de aguardientes, cuya producción es una de las mayores riquezas que tiene el Perú; no obstante que casi todas pertenecían a naturales del país. Después de este primer saqueo continuó apropiándose de los grandes depósitos de azúcar que había en el valle de Chincha; así como de los esclavos, ganados y demás producciones. Las especies en aguardientes y azúcar las hacen llegar los interesados a muchos centenares de miles de pesos. El destrozo de las sementeras, así como la multitud de negros que fuéron remitidos a Chile de regalo, asciende igualmente a otra suma considerable, en perjuicio de los propietarios del Perú; y no deja lugar a duda, de que las instrucciones de los gobiernos que autorizaron a San Martin, eran tan insignificantes para él, como lo fueron en otro tiempo ciertas reales órdenes de España con respecto a los vireyes cuando éstos no querían cumplirlas.

La conducta de San Martín en Pisco y Chincha, no era sino un ensayo en pequeño de la que después tuvo con el resto del Perú, en todo el tiempo que ejerció en él la más bárbara y arbitraria dominación, adquirida a la sombra de las armas que se le habían confiado para auxiliar al Perú, en los términos que aparecen de los tratados referidos ántes; de manera que una expedición la más filantrópica, se convirtió no solamente en un instrumento el más infernal, de opresión y saqueo, sino lo que es todavía más, que arrastró a los pueblos del Perú a todos los desastres de la anarquía. De Pisco pasó a establecer su cuartel general en la villa de Huaura, a treinta leguas al norte de Lima, y allí, parece que este hombre se empeñó en desacreditar con todas sus fuerzas, la causa de la independencia de la que él se decía sostenedor. Reprodujo todos los latrocinios de Pisco, y destruyó completamente a los hacendados.

Parecía que solamente pensaba en reembarcarse por temor del ejército real y por esto se desvivía exclusivamente en atesorar el dinero que sus agentes le remitían de Pasco, Huaraz y Trujillo. No obstante tan ingentes caudales que entraron en su poder, la tropa estaba desnuda, apestada y muriendo de hambre en los hospitales. Los oficiales se hallaban igualmente desnudos y el ejército y la escuadra sin pagarse. ¿Qué hacía pues San Martin de ese acopio de caudales? ¿Y qué, de los recursos y auxilios de todas clases que a porfía le mandaban de todas las provincias, y de los secuestros que ordenó? ¿Qué destino dió a la caja militar del ejército que sacó de Chile?

No olvidando San Martín su táctica de asesinar; a los pocos días de llegado a Huaura mandó una partida de bandoleros a Santa, para que asesinasen al virtuoso español D. N. Antiga, hacendado propietario de San José de Motocache, lo que en efecto se verificó, dándole un balazo y en seguida le secuestró sus ingentes bienes. Hasta el presente todos los vecinos de la costa del Norte de Lima lloran a esta desgraciada víctima, que en todos tiempos derramaba sus beneficios a manos llenas sobre los pobres. Es necesario confesar y hacer la justicia debida a los jefes y oficiales de la división auxiliar, que no se mezclaron en los crímenes de San Martín, excepto Luzuriaga, Dupuy, el abogado Monteagudo, el cirujano Paroissiens y uno que otro más. Aquellos estaban sometidos a la subordinación militar, é ignorando los más, ó casi todos, las instrucciones dadas a San Martín por sus gobiernos respectivos, no tuvieron ellos por consiguiente una cooperación directa en la usurpación de su jefe, sino que antes bien murmuraban en secreto, como los pueblos del Perú, estando más de una vez de acuerdo para deponerlo, lo que no llegaron a verificar por temor de que las tropas del rey no se aprovechasen de la crisis.

El gobierno del rey de España, evacuó la capital en 9 de Julio de 1821, y en seguida entró en ella San Martín. El vecindario de Lima, reunido una gran parte de él en la Municipalidad, declaró la independencia del Perú de la España y de toda otra nación extranjera; pero queriendo elegir un gobierno provisional para el Perú, como debía ser, le fué impedido por San Martín. Pasado el mes de Julio, y jurada solemnemente la independencia en 28 de él, San Martin publicó en principios de Agosto un decreto idéntico al que dá un conquistador en un país conquistado, nombrándose él mismo como hemos dicho ya, Jefe Supremo y Protector del Perú, y reasumiendo sin restricción alguna, ni tiempo determinado, la autoridad soberana. Antes de este decreto había tratado de hacerse elegir por el vecindario, pero lo disuadió de este paso su director Monteagudo, por el riesgo que ofrecía la reunión de vecinos, y de que pudiesen elegir a otra persona, ó imponerle condiciones. [...]

Poco tiempo después promulgó San Martin, é hizo jurar un fárrago de lugares comunes, llamado Estatuto provisorio. [...] Entre las violencias con que puede un tirano humillar a una nación libre, nos parece una de las mayores, la de obligar a jurar un Estatuto o Constitución, dada por él mismo, sin exámen, ni acuerdo de los pueblos. El Estatuto o Constitución provisoria, dada por San Martín, parecía ser el ultimatum de su usurpación. Las autoridades se hallaron convocadas en medio de sus bayonetas para jurar un Estatuto, que ninguno de sus individuos había leído, ni que persona alguna, a excepción de los ministros de San Martín, sabía a qué era reducido el juramento, y cuáles los límites de él. No se conocía otra cosa, sino que San Martín teniéndolas reunidas dentro de un cuadro de seis mil hombres, de que se componía entonces la fuerza de sus tropas, les exigía un juramento ciego de obediencia y reconocimiento a su autoridad”. [...]

Hugo Neira
08 de enero del 2024

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