Neptalí Carpio

Las autonomías y el constitucionalismo liberal

Autonomías deben ser funcionales al interés general de la nación

Las autonomías y el constitucionalismo liberal
Neptalí Carpio
11 de enero del 2019

 

Por olvido o por mero cálculo, los constitucionalistas anquilosados no tienen en cuenta que es justamente en tiempos de crisis de instituciones cuando también se requiere la renovación del derecho público. Por esta razón, la teoría constitucional es la que con mayor fuerza tiene que nutrirse de la sociología jurídica, una disciplina científica fundamental que se enseña en todas las facultades, ahí donde se forman los futuros hombres de derecho, especialmente los constitucionalistas.

Según el connotado jurista y filósofo del derecho, Luis Recasens Siches, la sociología jurídica fomenta el “análisis sobre cómo operan en la realidad los diversos factores implicados en una situación regulada por el derecho (…) Se intenta indagar los factores reales que estimularon la reacción de determinadas normas o de ciertas doctrinas jurídicas y los efectos que se intentaban producir en una determinada realidad  y ver si una norma o doctrina de antaño es o no coherente con la situación de hoy y si los efectos que ayer se querían producir con esa norma o doctrina de antaño siguen siendo deseables en el presente”

Si los actuales constitucionales peruanos centraran el ejercicio de la autonomía por diversas entidades, situándolas en determinados procesos sociales, entenderían que la corrupción, como fenómeno esencialmente social en expansión en el Perú, trata de utilizar esta figura jurídica para obtener mayor poder, pervirtiendo las razones iniciales de su creación. Ya lo vivimos hace tres años cuando en el debate de la reforma universitaria, a propósito de la creación de la Superintendencia Nacional de Educación Universitaria (Sunedu), se constataba que diversas mafias utilizaban la autonomía universitaria, que consagra nuestra constitución, para perpetuarse en el poder. Al igual que hoy, diversos constitucionalistas señalaban que la creación de la Sunedu violaba la constitución. No entendieron que la nueva naturaleza de crecimiento exponencial de universidades, una de las más altas del mundo, obligaba a crear un sistema institucional con una instancia superior de supervisión de la calidad de enseñanza y que evite claustros universitarios preñados de mercantilismo, el puro lucro y mediocridad. Pasó el tiempo y luego de diversos recursos presentados en el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, ahora ya nadie discute sobre la constitucionalidad de la Sunedu.  

Una cosa similar ocurrió en los gobiernos regionales y municipales, cuando al amparo de la autonomía que también consagra nuestra constitución, creció una extendida red de corrupción. Ahí fueron los alcaldes, gobernadores regionales, municipalistas y, hasta constitucionalistas, quienes señalaban que las municipalidades y gobiernos regionales, por sí solos y en el marco de sus autonomías, podían revertir el latrocinio. Y es curioso que haya sido la Fiscalía y la Policía, mas no los regidores ni la Contraloría, quienes vienen desarmando diversas organizaciones criminales en estas entidades, basándose en las nuevas herramientas legales que tienen para intervenir y capturar a funcionarios, alcaldes y hasta policías.

Volviendo entonces a la sociología jurídica, se trata pues de entender que existe un fenómeno social llamado corrupción, el que viene utilizando las autonomías que consagra la constitución para obtener mayor poder de expansión. Y que es más grave cuando se trata de organismos constitucionalmente autónomos como el Consejo Nacional de la Magistratura, el Ministerio Público, el Poder Judicial y el propio Congreso de la República. El reto no es quitarles autonomía, sino renovar el marco institucional de estos organismos para evitar que las autonomías se prostituyan. Y lograr se ejerzan con probidad, en el sentido específico de cada caso, para que desechen el avance de la corrupción.

Ahora mismo, a propósito de los cuestionamientos del renunciante fiscal de la Nación, Pedro Chavarry, nos hemos enterado que el Ministerio Público funciona con una ley de hace 38 años. Y que en la Junta Nacional de Fiscales Supremos, sus integrantes no pueden quitarle la confianza al titular del Ministerio Público, ni siquiera abrirle investigación, y que el fiscal de la Nación ejerce el poder con claras competencias despóticas. Frente a esta realidad, los dogmáticos constitucionalistas solo se aferran a la defensa a ultranza de la autonomía, sin percatarse que ese organismo, al igual que el CNM, ha sido fuertemente influenciado por la corrupción. Se prostituyen las autonomías convirtiéndolas prácticamente en autarquías.  Y, ahora de pronto, pasada la crisis con la renuncia de Chavarry, ha surgido un inusitado consenso para debatir una nueva ley del Ministerio Público y de la propia carrera de los futuros fiscales.

La lección que nos deja la reciente crisis es que una corriente innovadora del constitucionalismo liberal debería entender que una cosa es la autonomía como expresión del avance de las fuerzas liberales y el avance del capitalismo, en circunstancias de un predominio feudal o del militarismo, en cuyo caso cumplieron un rol histórico para el desarrollo de las ideas liberales y progresistas (fue el caso, por ejemplo, de la reforma universitaria y la autonomía desde inicio del siglo pasado), para expandir la economía de mercado y la democracia. Y otra cosa es el ejercicio de la autonomía en una época de amplio predominio del capitalismo, cuando aparecen otros fenómenos regresivos como el narcotráfico, la corrupción y otras formas de economía delictiva. Fenómenos que pueden utilizar esta autonomía para fines perversos.  

La existencia de organismos constitucionalmente autónomos es vital para el fortalecimiento del Ministerio Público y el Poder Judicial, y de otros ámbitos como el municipal, regional o universitario. Pero esas entidades no pueden funcionar como recintos de la corrupción y el despotismo. Las autonomías tienen que ser funcionales con el interés general de la nación; deben responder a un Estado unitario y descentralizado, y no a autarquías cuyas autoridades pueden hacer lo que les da la gana. Es absolutamente contradictorio que una sociedad discurra con una opinión pública indignada contra la corrupción y que el fiscal de la Nación, como titular de los magistrados que ejercen la capacidad acusatoria, actúe de espaldas a la sociedad, respondiendo más bien a los intereses de una organización criminal.

Es completamente lícito, legítimo, democrático y racional que cuando un organismo constitucional ha deformado la figura jurídica de la autonomía actúe la centralidad estatal democrática —ya sea por iniciativa legislativa del Poder Ejecutivo o del Congreso, pero aprobada finalmente por esta última— para reorganizar esta entidad. La finalidad de esta intervención es  reponer precisamente el verdadero sentido de la autonomía, en la que los magistrados que les compete eligen a su máxima autoridad, sin intervención del poder político, pero con un nuevo enfoque sistémico, a manera de una curatela frente a la corrupción.

                                  

Neptalí Carpio
11 de enero del 2019

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