Miguel Rodriguez Sosa
La peste cultural del progresismo
En los últimos 50 años ha impuesto el globalismo y la pluriculturalidad
Una de esas ideas que nos ha sido vendida a fuerza de propaganda en campañas globales es la del «progresismo». No de ahora sino desde finales del siglo XIX, cuando surge en el marco del florecimiento liberal en Inglaterra como movimiento de los progressives, denominación que apropiadamente debería ser traducida al español como progresivistas. Designaba la posición ideológica que pretendía superar la antinomia rígida pautada por la diferenciación comunista y marxista entre burguesía y proletariado, con la tesis de la lucha de clases que conducía por la vía revolucionaria a la disrupción violenta del orden social.
Poco a poco se va marcando la distinción entre progresismo y revolucionarismo, y los progresistas –que eran realmente un movimiento popular– apostaron por la reforma social asumiendo la idea del progreso como un sentido de mejora de la condición humana en el curso de la historia, la que podía materializarse –precisamente– en forma progresiva. Así concebido, el progreso presentaba una de sus raíces hundida en el terreno materialista y marxista del necesario «desarrollo de las fuerzas productivas» y otra hundida en el sustrato cristiano del humanismo. No puede sorprender, por tanto, que el progresismo haya adoptado la configuración del llamado socialismo democrático, espacio inicialmente disputado por reformistas sociales y por comunistas revolucionarios, que estos últimos terminan denigrando a principios del siglo XX con el bolchevismo de Lenin y variantes todavía más radicales del comunismo como de Bordiga, Pannekoek, Pankhurst, entre otros.
El progresismo se mantuvo en el redil de la socialdemocracia hasta que aparece en Europa su némesis, el fascismo, otro movimiento revolucionario y popular. Es entonces que se traza la línea divisoria en el ámbito político entre quienes adoptan la tesis de que existe una fuerza social unificadora que conciben como «la clase revolucionaria» y quienes consideran que esa fuerza social unificadora es «la nación» de connotación étnica y luego racial. Decantan el comunismo contrapuesto al fascismo como ideologías totalizadoras que –curiosamente– tenían ambas al Estado como agente del cambio social si es que conseguía cooptar la totalidad de las fuerzas sociales al servicio de un proyecto radical de destrucción del orden liberal burgués (en el que encontraban alineada a la social-democracia) y la edificación de un «nuevo orden».
Esta expresión «nuevo orden» ha sido cultivada tanto por el comunismo como por el fascismo, creaciones totalitarias, pero curiosamente también es lead del progresismo sobre todo a partir de la posguerra en los decenios de 1950 y 1960. La derrota del nazi-fascismo había significado la imposición del comunismo estalinista en buena parte de Europa y en el resto del mundo el comunismo penetraba a los movimientos anti-coloniales, desde Argelia hasta Vietnam y a los movimientos autodenominados «de liberación» en América Latina.
El innegable carácter tiránico de las dictaduras del «socialismo real» restó popularidad a los partidos comunistas en el Occidente, pues personificaban a la vieja izquierda, pero eso no significó el resurgimiento de la socialdemocracia que concilió con fuerzas de un reformismo cada vez más moderado que la aproximaba al social-cristianismo en su propia renovación ideológica con el pontificado de Juan XXIII, y surge la autodenominada «nueva izquierda» como expresión del progresismo como tendencia política enjuiciando acerbamente a su ancestro que, a su vez, intentaba inclusive un aggiornamento fracasado en la figura del «eurocomunismo». La nueva izquierda que resalta en la escena contemporánea con el movimiento renovador de Mayo del 68 se expandió a nivel mundial y conformó una plataforma ideológica del progresismo con variantes tonales de radicalismo, bregando por la universalización de los derechos civiles y políticos, el laicicismo, la descolonización cultural, el pacifismo, el feminismo y la liberación sexual.
Tuvo sus manifestaciones extremistas de corte revolucionario en regiones periféricas del orden capitalista, como en América Latina, que sucumbieron por la exigua fuerza material de sus plataformas y su carencia de enraizamiento social. Pero sus avatares menos radicales consiguieron configurar un horizonte tanto político como cultural desde una visión del «Sur Global» gestado en el seno de la Organización de las Naciones Unidas. Empoderada en agencias internacionales «para el desarrollo» la nueva izquierda renovó el paradigma del progresismo impulsando la inflorescencia segmentada de «derechos humanos de segunda y tercera generación» en una plataforma crecientemente globalista.
Sucedió entonces que esa nueva izquierda concibió un actor social y político inédito hurgando en la arqueología del saber, donde encontró la noción de «sociedad civil» propuesta por Georg W.F. Hegel, que se refiere a los grupos de ciudadanos que actúan de manera organizada para influir en la sociedad y desde afuera de la órbita del Estado, si bien pretenden ocupar posiciones relevantes en la sociedad política. Se asumió que se trata de un espacio de vida social organizada, voluntariamente autogenerada (autoconvocada, se proclama hoy en día), autónoma del Estado, limitada por intereses comunes y donde una dinámica continua (e inagotable) plantea nuevos principios y valores, nuevas demandas sociales, así como la vigilancia de la aplicación efectiva de los derechos ya establecidos. La idea hegeliana fue retomada por el filósofo y sociólogo Jürgen Habermas y por el también sociólogo Alain Touraine, forjadores cimeros de la noción actual de sociedad civil como un elemento institucional definido básicamente por la estructura de derechos de los ciudadanos de los estados de bienestar contemporáneos, que es, a la vez, elemento activo y transformador corporizado en los nuevos «movimientos sociales».
De la sociedad civil a los movimientos sociales había sólo un paso y el progresismo lo dio superando las rigideces semánticas de partido y clase. La sociedad civil –que se expresa en los movimientos sociales– es pues distinta de la plataforma anterior del progresismo que apostaba por posicionarse en el Estado mediante su actuación en el sistema de partidos; siguiendo a Max Weber, se plantea distinta de las formas de participación social en el mercado (aparenta carecer de interés de lucro) y por ende –se supone– es asimismo independiente de las conformaciones de clase (empresarial / asalariada).
En este punto las mentes más ilustradas del progresismo descubrieron a Antonio Gramsci, el zahorí teórico marxista quien ya en los años de 1920 había afirmado que no existe una sociedad civil homogénea sino la compuesta por agrupamientos de intereses confrontados que luchan entre sí por una «hegemonía cultural». Una constatación necesaria pues es cierto que en la sociedad civil caben agrupaciones con intereses más liberales que progresistas, como aquellas que discurren en los matices del cultivo de la tradición y del espíritu conservador.
Por lo tanto, la lucha hegemónica y contrahegemónica en el seno de la sociedad civil es y debe ser la brega por controlar la producción y la orientación cultural de la sociedad en su conjunto. Aparecen entonces las agencias apropiadas para conseguir ese control, que se despliegan en dos frentes: el del activismo de «colectivos sociales» (grupos de presión) y el de los «organismos no gubernamentales» que se erigen a sí mismos como un tercer estado en el sistema internacional, consiguiendo un rápido posicionamiento dominante; en los últimos 50 años han conseguido desarrollar e imponer el globalismo y la pluriculturalidad como componentes esenciales de la visión de progreso. El enfoque de género, el ecologismo, el vanguardismo, el feminismo y el liberalismo sexual, son realizaciones del progresismo armado con la artillería de la lucha por la hegemonía cultural. En el camino han aparecido formas extremistas que se identifican como woke y que, desde el propio progresismo, se las considera extremismos peligrosos.
Lo verdaderamente gravitante del progresismo hoy en día es su tendencia a la imposición coercitiva de su visión del mundo. El discurso del progresismo está impregnado de mensajes con fuerte violencia simbólica que busca la aquiescencia y muestra muy escasa tolerancia de las disidencias. Para el progresismo hay y debe ser aceptado un universo discursivo que se autodefine como «políticamente correcto», frente al cual ideas y visiones distintas son inapropiadas (no proper) y deben ser combatidas. Pero no se trata de combatirlas con el debate de ideas sino con el recurso de la imposición que se revela en la llamada «cultura de la cancelación» (cancel culture) que realza la figura del prosumidor, el productor de un juicio de valor sobre alguien o algo, que comparte masivamente ese juicio y que forma con el mismo (o con base en tal) una corriente de opinión en consumidores de mensajes, generalmente muy poco ilustrados, ante los cuales el prosumidor actúa como influencer escudado detrás de la libertad de expresión, fingiendo ser un sujeto moral arbitral, usando la retórica para cautivar adeptos y con el recurso a los medios inconmensurables de esta era digital «viraliza» sus mensajes invalidando el caleidoscopio de las opiniones, razonamientos y debates que deberían tener lugar. Lo que busca y suele lograr es perjudicar, cancelar (to cancell, cancelling) la reputación de otro (individuo o grupo) sometiéndolo a una condena social.
La imposición coercitiva del progresismo en el marco de la lucha cultural ha sido advertida el 2020 por 150 intelectuales de distintas nacionalidades que dieron a conocer su posición a través de la revista Harper’s Magazine, con figuras tan diferentes como Margaret Atwood, Noam Chomsky, Salman Rushdie y J.K. Rowling, quienes publicaron Una carta sobre justicia y debate abierto en la que revelan los peligros de la cultura de la cancelación del activismo progresista estadounidense contra los dichos y los usos que no se ajusten a los parámetros impuestos por su correctismo político.
Lo cierto es que desde el progresismo en su esfuerzo de lucha por la hegemonía cultural se condena ideas distintas (o contrapuestas) a su canon que ha cobrado una enorme fuerza mediática e institucional en muy poco tiempo y a nivel global, con sus pequeñas camarillas de «canceladores» muy capaces de suspender sus livianas diferencias para encontrar acuerdos que los muestren como paladines de la uniformidad cultural, auto erigidos vigilantes de lo políticamente correcto bajo pena del bullying.
Los progresistas rechazan que sus oponentes ideológicos utilicen armas como la suya, considerándolos partícipes de una «ultraderecha» tildada confusamente de fascista, reaccionaria y lanzando cuanto haya de vituperios a quienes combaten su moralina de opereta. Y ya en un extremo delirante intentan construcciones lingüísticas de semántica muy dudosa para pasar por víctimas, con palabrejas como «terruqueo», «basurización» y lindezas semejantes.
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