Miguel Rodriguez Sosa

El Palais Concert, una máscara del Perú

Hace cien años fue el símbolo de la modernidad en el país

El Palais Concert, una máscara del Perú
Miguel Rodriguez Sosa
01 de diciembre del 2025

 

La máscara es una presencia tradicional y constante en las diversas expresiones culturales del Perú. Ya en tiempos precolombinos ocupaba un lugar central en los rituales religiosos y en las manifestaciones del poder. Durante el virreinato, su uso se mantuvo en celebraciones públicas, y el mestizaje la incorporó de manera definitiva, proyectándola en danzas que han perdurado desde los primeros años de la república hasta hoy. Es extendida la creencia de que la costumbre de utilizar máscaras en la danza popular fue traída a América por los esclavos africanos, quienes las empleaban para representar el bien y el mal en celebraciones religiosas derivadas del proceso de evangelización. Desde entonces y hasta nuestros días, la máscara sigue siendo un elemento central de fuerte carga simbólica en expresiones como la Diablada, la Morenada, la Chonguinada, la Pachahuara, la Huaconada o la Danza de los Negritos. La máscara oculta, pero también representa. Ese doble papel —disfrazar y significar— es de importancia capital en las culturas del país.

Sin embargo, los estudios sobre la máscara no han profundizado lo suficiente en su dimensión simbólica, no solo como accesorio personal, sino como imagen relevante o icónica de procesos sociales. La retórica también la ha convertido en instrumento para expresar estereotipos, simplificaciones más o menos generalizadas sobre ciertos grupos. Y en esos casos, la máscara no siempre es justa ni precisa. Ejemplo de ello son las máscaras ideológicas con las que se pretende representar determinados sectores sociales, sistemas de pensamiento o experiencias, reducidos muchas veces a sus supuestos defectos o a una esencia grotesca o teratológica.

En el Perú, la máscara —en tanto figura del discurso— ha sido emblema de ocultamiento y disimulo. A veces se le atribuye incluso un impulso transformador, una energía o élan con pretensiones de trascendencia histórica, como sucede con la idea de la «república práctica» asociada a Manuel Pardo. Existen, y han existido, máscaras que delinean la efigie simbólica de un periodo. Una de ellas es el Palais Concert: representación y símbolo de su tiempo, que disfrazó y, al mismo tiempo, representó la estructura social fracturada pero coexistente del Perú de inicios del siglo XX.

* * *

En la esquina formada por las calles Baquíjano y Minería —actual intersección del jirón de la Unión con la avenida Emancipación—, fue inaugurado a inicios de 1913 el Palais Concert, en un amplio edificio de tres plantas y sótano. Su propietario, el acaudalado hacendado lambayecano Genaro Barragán, se estableció junto con su familia en los dos pisos superiores del inmueble, obra de los hermanos italianos Raymundo y Guido Masperi, arquitecto y escultor, respectivamente. Utilizaron materiales modernos para la época, como concreto y fierro, y decoraron las fachadas con una profusa ornamentación inspirada en motivos naturales, curvas y asimetrías de yeso, siguiendo el Stilo Floreale, variante italiana del Art Nouveau entonces en boga en Europa. En Lima, no hubo entonces ejemplo más avanzado de arquitectura decorativa.

El edificio incluía un sótano iluminado naturalmente mediante bloques de vidrio, donde funcionaba una sala de cine y variedades. En la planta baja se encontraba la confitería-bar que aspiraba a emular al Café de la Paix parisino, con dos salones adornados con espejos en paredes y columnas, vitrales en puertas y ventanas, abundante iluminación eléctrica, mesitas de fierro y sillas de madera con mimbre tejido, todo en el estilo Art Nouveau. Una escalera de mármol conducía a balcones interiores y a un palco desde el cual una orquesta de señoritas elegantemente vestidas interpretaba valses vieneses.

Aunque el Palais Concert no fue el primer establecimiento de su tipo en Lima —lo precedieron lugares como el Jardín Estrasburgo, la fuente de soda de la Botica Francesa o la confitería Broggi—, sí fue el que instauró con mayor fidelidad el ambiente propio de la Belle Époque en la capital peruana. Allí se daban cita tanto tertulias discretas como animados cotilleos, entre manjares, sorbetes, pasteles, finos licores y el reconocido jerez nacional de la bodega A. R. Valdespino, fabricado por encargo de los hermanos Alberto y José Gamarra, cusqueños encargados del bar y la confitería, bajo la dirección del italiano José Visconti.

Rápidamente, el lugar fue adoptado por los sectores sociales más consolidados de Lima. Se decía con justicia que había renovado una vida social hasta entonces escasa en espacios públicos de esparcimiento. Por las mañanas, lo frecuentaban políticos, empresarios y financistas, quienes incluso allí buscaban distenderse de sus asuntos cotidianos. Frente a su puerta, que se abría a las once, solían formarse pequeños grupos. Dentro, destacaban los animados corrillos de periodistas de La Prensa, La Crónica, El Comercio y las revistas Variedades y Lulú. Por las tardes, el ambiente se volvía más esteticista y esnob, con la presencia de literatos y poetas, algunos entusiastas, otros vociferantes, que se adueñaban del bar, mirados con reserva por los grupos familiares que ocupaban los salones.

El Palais Concert se convirtió en epicentro de la vida intelectual limeña. Allí se daban cita figuras como Pablo Abril de Vivero, Luis Fernán Cisneros, Nicolás Yerovi, Clemente Palma y, el más destacado, Abraham Valdelomar, narcisista declarado que se hacía llamar Conde de Lemos. Las celebratorias y a veces estridentes tertulias que protagonizaban dieron origen a la revista Colónida, publicada en apenas cuatro números en 1916. Impulsada por Valdelomar, marcó un punto de inflexión en el desarrollo de las ideas estéticas peruanas, señalando la transición del romanticismo hispanista hacia un modernismo tardío de raíz cosmopolita y simbolista. El Palais Concert fue su cuna. Colónida no fue expresión de una élite social, sino de una élite intelectual, mayoritariamente de clase media. Tampoco fue exclusivamente limeña. En un Perú que no había cumplido aún un siglo de vida republicana, con una marcada desarticulación espacial y cultural, Colónida reflejó la diversidad regional del país. En ella participaron autores limeños como Alfredo González Prada y Abril de Vivero, así como escritores del interior: los arequipeños Augusto Aguirre Morales, Percy Gibson y César Atahualpa Rodríguez; el puneño Federico More, el moqueguano José Carlos Mariátegui (quien publicó un poema en el tercer número) y el propio Valdelomar, nacido en Ica. Según Luis Alberto Sánchez, todos ellos compartían la «bandera de revolución estética», que anunciaba la llegada de la modernidad literaria y artística al Perú.

Colónida dejó herencia. El Grupo Norte, encabezado por Antenor Orrego en Trujillo e integrado por César Vallejo, puede considerarse su continuación. Igualmente, el Boletín Titikaka (1926-1930), dirigido desde Puno por el arequipeño Arturo Peralta (Gamaliel Churata), conserva su estela. Es legítimo afirmar que existió una simbiosis entre el Movimiento Colónida y el Palais Concert: uno no puede concebirse sin el otro.

Tal vez la frase más irónica y provocadora de esa convergencia sea la célebre afirmación de Valdelomar: «El Perú es Lima, Lima es el jirón de la Unión, el jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert soy yo». Esta frase, mordaz e ilustrativa, retrata tanto el egocentrismo del autor como su identificación con la parte más ilustrada y urbana del país. Contradice, sin embargo, la naturaleza mestiza y universal de su obra literaria, producida por un provinciano que enfrentó con audacia al criollismo conservador.

El Palais Concert se convirtió así en símbolo del Perú moderno en los años que siguieron a su primer centenario como república. Fue espacio de sociabilidad, de conspiración política y de gestación intelectual. En sus salones se discutió el rumbo del país, el poder económico emergente tras la Guerra del Pacífico, la irrupción de nuevos actores sociales, y el antagonismo entre civilismo y militarismo. No fue un reducto de las clases dominantes, aunque en él se delinearon sus intereses.

También allí germinó la idea de la «Patria Nueva» y su proyecto de modernización. En ese mismo Palais Concert se fraguaron escándalos que remecieron a la Lima conservadora, como el legendario baile nocturno de la famosa Norka Rouskaya en el cementerio Presbítero Maestro, el 5 de noviembre de 1917, vestida apenas con una túnica gris mientras danzaba a la luz de las velas al compás de la Marcha Fúnebre de Chopin. El acto terminó con el arresto de Mariátegui y César Falcón, generando un escándalo social avivado por sectores eclesiásticos y conservadores.

El esplendor del Palais Concert se apagó hacia fines de la década de 1920. La modernidad leguiista se vino abajo tras el crac bursátil de 1929 y la posterior crisis económica mundial. El local cerró en 1930. El Perú de entonces era ya muy distinto del que celebró su primer centenario. El patriciado de la llamada «república aristocrática», prolongado durante el oncenio de Leguía, se replegó.

Los nuevos movimientos populares, como el aprismo de Haya de la Torre y el socialismo de Mariátegui, habían irrumpido en el escenario nacional. La élite intelectual asociada al Palais Concert se dispersó. Valdelomar murió prematuramente en 1919, con solo 31 años. Mariátegui fue deportado ese mismo año. Federico More partió a Bolivia, Spelucín a Cuba y luego a Estados Unidos, y Vallejo, en 1923, emprendió su viaje definitivo a Europa.

La modernidad impulsada desde las letras quedó truncada. Como diría Luis Alberto Sánchez, el Perú era un país adolescente. Jorge Basadre, más esperanzado, lo definió como «problema y posibilidad», amenazado por sus tres enemigos: los Podridos, los Congelados y los Incendiados.

La decadencia del Palais Concert acompaña simbólicamente esa deriva. Convertido en hotel, galería comercial, discoteca (como Cerebro, en la década de 1990) o efímero centro cultural, el edificio resistió hasta que en 2012 fue restaurado para albergar una tienda de Ripley, que cerró en 2024.

Hoy, la antigua casa Barragán forma parte de un centro histórico repleto de comercios medianos, cocinerías, puestos de artesanía y tráfico abrumador, que convive con esfuerzos de recuperación monumental. La Lima de hoy, con su bullicioso jirón de la Unión, representa a ese Perú de «todas las sangres» —en expresión de José María Arguedas—, sin un Palais Concert, sin ese lugar predilecto de las élites.

Tal vez por eso, resuena con otro matiz la célebre pregunta de Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral: «¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?» No se recoge aquí con ánimo de denuesto, sino como reflejo de una Lima y un país muy distintos a los de hace un siglo, y distintos también a los de 1969, cuando se publicó esa novela del único Premio Nobel peruano de Literatura.

(De la Introducción a la novela Tiempos del Palais Concert. Hacia el primer centenario del Perú y cómo es que llegamos ahí. Lima, 2025, Fondo Editorial del Congreso)

Miguel Rodriguez Sosa
01 de diciembre del 2025

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