Hugo Neira

La democracia y el movimiento de las ideas

¿Qué es democracia? ¿Qué es justicia? ¿Qué es libertad?

La democracia y el movimiento de las ideas
Hugo Neira
17 de marzo del 2025

 

El redescubrimiento de los grandes ancestros es un hecho —de los antiguos griegos a Hannah Arendt— pero requiere de alguna explicación. Se la sentía en el “aire del tiempo” desde los años ochenta, en librerías, conversaciones, debates, en el currículum de los cursos (de Ciencias Políticas a la Filosofía), por todas partes. Algo comienza a ocurrir hacia los años ochenta, desde el fin de siglo, en Europa occidental, cuando precisamente pensadores comunistas y socialistas, al corriente de lo que pasaba al otro lado del telón de hierro, comienzan a considerar, gravemente, que la Unión Soviética va hacia su propio desplome. La noticia es incontrolable, por esos años la llevan consigo no “enviados especiales” de los medios de prensa adversos a los soviéticos sino militantes comunistas del Oeste, los cuales visitaban la Rusia de esos años para ayudarla, prestando a veces su tiempo de trabajo en vacaciones sin retribución económica, por la buena causa. Pero, de retorno a sus hogares en el mundo occidental, a sus fábricas, a sus universidades y centros de trabajo, no podían ocultar su desánimo sobre lo que habían personalmente comprobado más allá del telón de hierro: un mundo del mercado negro, de la corrupción en la nomenklatura y de demandas de servicio bastante razonables pero que el poder centralizado no podía satisfacer. Así, un anuncio de fin de tiempo se va perfilando, al comienzo como un rumor, luego como un vaticinio. Y el fin de la URSS llegó.

Lo que se inicia en el campo de las ideas, dado el fin del paradigma socialista, es una suerte de retorno no tanto a las ciencias políticas mismas sino a lo que se llamó, siempre, la filosofía política. No es lo mismo. Tres fenómenos intelectuales preparan una nueva etapa en la historia del pensamiento que no ha concluido: el agotamiento del marxismo dogmático, la importancia que cobran en el mundo entero los derechos humanos y una crisis en el seno de las ciencias sociales, aunque esto último sea una causa menor, por académica. Pero, en efecto, desde los años setenta del siglo pasado se sabe que el Tercer Mundo no haría la gran revolución mundial. El fracaso de Mao (el Salto Adelante, las gigantescas comunas campesinas) y su reemplazo por una elite inteligente de sucesores en Pekín fue uno de los pasos hacia el tiempo presente, el nuestro, sin duda, incierto, pero distinto de lo que el fin del siglo XX —entre la ingenuidad y la utopía— auguraba. Por lo demás, no era el mundo capitalista del Oeste el que entraba en crisis sino el socialismo de Estado. Y luego todos, los más ricos y los más pobres, comenzamos a cambiar, para bien o para mal, acaso para ambas cosas, confusamente, en lo que desde entonces se admite como un mal necesario, la globalización. Comenzamos a tener, todos, desde Guinea a Nueva York, desde Estambul a Pekín, desde Londres a Quito, una misma historia. No es poco. Acaso por vez primera se puede hablar de una historia mundial, la World History, que es una corriente anglosajona, y que propone no solo salirse del marco nacional sino vincular la historia occidental a la de sociedades no occidentales. Una dinámica de civilizaciones (de Fernand Braudel a Serge Gruzinski y Jack Goody).

Entretanto, tanto en Ciencias Políticas como en Filosofía política, e irradiando al conjunto de las ciencias del Hombre, de alguna manera volvieron los grandes ancestros, los antiguos, y a su vez, la rehabilitación de ciertos de nuestros contemporáneos. Es cierto, en primer lugar, que remiten algunos a los años treinta y cincuenta, y a los pensadores que se habían ocupado de la aparición del totalitarismo en los años treinta en la Alemania nazi (Hannah Arendt), los cuales van a gozar de nuevos estudios y reediciones. Y con razón. La descomposición de una sociedad puede llevar al nacional-socialismo, y sus múltiples variables contemporáneas. En segundo lugar, se redescubre no el neoliberalismo que no es otra cosa que un conservadurismo modernizante con otro nombre sino las virtudes de un liberalismo cauto (Raymond Aron), o la importancia de la justicia (Rawls). En tercer lugar, son de actualidad los temas de ética ligados a la política (Hans Jonas). En realidad, la ética como eje del pensamiento está en todas partes, desde la biología y su aplicación por medio de la genética a la vida humana, el asunto de los embriones humanos congelados, hasta la ecología, el ambientalismo, es decir, la gestión cuerda de la “patria tierra”, patria de todos los hombres (Edgar Morin).

Retorno de los grandes temas que en realidad no se habían olvidado pero sí preterido, pospuesto, arrinconado, pero volvieron. ¿Qué es democracia? ¿Qué es justicia? ¿Qué es libertad? No se vaya a pensar que estas cuestiones surgen del capricho académico de unos cuantos. La razón de que ocupen el panorama intelectual de los inicios del siglo XXI es sencillo: el estudio concreto de cómo eran los regímenes que aparecieron en mitad del siglo XX, en particular el sistema de ideología del terror fundador del acatamiento masivo al totalitarismo, para ser explicado, comprendido, obligó y obliga a una revisión del andamiaje genérico de la tradición conservadora, la autoridad infalible y la cultura antimoderna que los hace posible. Cuando la sociedad no dispone de los conceptos fundamentales para enfrentar su propia evolución sin poner en riesgo su vida colectiva, entonces, si el momento es de suma precariedad, también abre una oportunidad excepcional. Para el bien social, y también para el mal.

El movimiento de ideas, entonces, es doble. (De ideas, de eso hablamos, no de ideologías, que son formas cristalizadas del acierto como del error). Las ideas contemporáneas, en efecto, se hacen preguntas sobre el Príncipe (en el sentido de Maquiavelo, pero no para conducir pequeñas ciudades italianas del siglo XVI sino los vastos enjambres humanos del siglo XXI). Y sobre el Poder, el Estado, la Sociedad Civil, y el ciudadano mismo. La mirada se torna, entonces, a la praxis (la de los regímenes existentes), y necesariamente, a los fundamentos político-éticos de las naciones actuales, y tanto al presente como a los padres fundadores, de los griegos a Hobbes, Locke, Rousseau, Constant, Tocqueville, Weber. El mismo Marx es leído de otra manera que aquellos llamados marxistas. De Nietzsche a Freud, nadie escapa a esta pregunta: ¿qué es política? En cuanto a Arendt, decía con ironía, ella que había conocido el exilio, que había que agradecer la suerte de poder hacer política ...

Sin duda, hay una cierta unanimidad. Es raro que se declare antidemócrata, al menos en palabras. Los hechos, como siempre, son otra cosa. Al punto que en América del Sur han prosperado regímenes híbridos, que usan los mecanismos institucionales de la democracia —las urnas, las elecciones, los referendos— para traicionarla. Por ejemplo, prolongarse, como si uno de los requisitos del sistema de democracia representativa no fuese la alternancia en el poder, tanto como la libertad de expresión o la pluralidad de partidos políticos.

En el retorno a los antiguos, Michel Nancy se preguntaba qué modelos, qué política, ¿la de los griegos? No obstante, sería ridículo tomar a Atenas como modelo, una ciudad de 140 mil habitantes, de los cuales solo los adultos, varones y atenienses reconocidos como ciudadanos por nacimiento, identificados por conocidos en cada tribu y linaje, podían ser ciudadanos. No es con estos principios como se pueda administrar Nueva York ni la vasta India, la primera democracia de nuestro mundo, al menos por el número de votantes en cualquiera de sus múltiples consultas populares, unos 400 millones. No, lo que interesa de la democracia griega y que no ha perdido vigencia, es el esfuerzo mental, agudo, crítico, que desarrollaron los hombres de ese tiempo, para responderle al bando antidemocrático —que siempre lo tuvieron—, entre los cuales se contó el mismo Platón (a raíz de la condena por la ciudad de Sócrates, “el más justo de los hombres”). En otras palabras, desde esos griegos proviene el partido de la democracia y también su contrario. Lo que interesa de los griegos no son sus defectos, que ellos mismos conocían, sino cómo reflexionaron y, sin complacencia alguna, abordaron sus propias limitaciones. Lo que interesa es que intentaron hacer política y a la vez razonar. Cuenta, como virtud, que para los atenienses filósofo y político venía a ser lo mismo. Que la buena política no podía ser sino la buena educación. Y que eso era necesario para el gobernante y para el gobernado. Cuenta la idea del ciudadano y cuenta la idea de la República. Y el tipo de sus magistraturas, temporales. Cuenta su santo horror a que el poder permaneciera en las mismas manos y por algo más que un año, a lo sumo un par de años, para algunos (“polemarcas” distinguidos). Acaso el mando militar, glorioso pero provisorio, apenas un poco más extenso que otras responsabilidades, aparece como la excepción a la regla, a la rotación de cargos, porque Atenas, por el tiempo en que fue democrática, estuvo casi siempre en estado de guerra.

Ese es otro enigma griego: no hubo clero, ni una fuerza armada ni una clase política en el sentido que lo entendemos. Pero desde entonces, acaso nadie pueda decir lo que afirma Pericles, cuyo discurso nos proviene de la obra de Tucídides, “la ciudad toda era escuela de Grecia”. Ninguna ciudad de nuestro mundo y de nuestro tiempo puede decir honestamente eso que, sobre sí, decía un ateniense.

(HN, La Democracia. Entre el logos y el fuego, Capítulo VII “¿Por qué este manual se cierra con los griegos, los clásicos y con Savater?”, Fondo Editorial USMP, Lima, 2011, pp. pp. 210-213)

Hugo Neira
17 de marzo del 2025

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