Carlos Hakansson
La democracia instrumentalizada
Para debilitar los contrapesos institucionales que sostienen el orden constitucional

El escenario político contemporáneo enfrenta un dilema inquietante: la democracia, concebida como un sistema de libertades, autodeterminación colectiva e indispensables mecanismos para establecer límites al poder, parece estar siendo utilizada como un medio para fines distintos a los que originalmente inspiraron su consolidación. Se observa cómo algunos movimientos políticos, bajo el ropaje de partidos, alcanzan el gobierno enarbolando las banderas de la representación popular, pero una vez instalados en el poder orientan sus esfuerzos a debilitar los contrapesos institucionales que sostienen el orden constitucional.
Un síntoma visible es la progresiva colonización de instituciones llamadas a ser independientes, como el poder judicial o los ministerios públicos. Cuando estas instancias son subordinadas a intereses coyunturales, el efecto inmediato es la impunidad y, con ella, la expansión de la corrupción. No es casual que exista una relación directa entre la fortaleza del Estado de Derecho y los niveles de transparencia en la gestión pública: allí donde se socavan los jueces y fiscales, la salud de la democracia se resiente.
A todo lo anterior se suma una composición congresal cada vez más fragmentado y devenida, en la práctica, a una asamblea compuesta por intereses individuales o corporativos. La representación, principio esencial de toda democracia, se ha llevado en muchos casos a un extremo absoluto, sin considerar la necesidad de articularlo con la gobernabilidad. El resultado es un parlamento que rara vez logra proyectar una visión nacional de largo plazo, quedando atrapado en disputas inmediatas y en la volatilidad política. En este contexto, emergen tres tendencias preocupantes:
- El uso del proceso democrático como simple vía de acceso al poder, sin un compromiso genuino con su preservación y alternancia.
- El discurso para la defensa del medioambiente como mecanismo de bloqueo de inversiones estratégicas, sin distinguir entre una legítima protección del entorno y un pretexto político que dificulta el desarrollo.
- La instrumentalización del lenguaje de los derechos humanos como herramienta de persecución política, lo cual distorsiona su esencia protectora y universal.
En consecuencia, se amenaza con diluir los avances logrados desde fines del siglo XVIII, cuando el constitucionalismo moderno se propuso precisamente para limitar los abusos del poder y garantizar derechos fundamentales. Si democracia y constitucionalismo se separan, lo que queda es un terreno fértil para el populismo y la arbitrariedad. Por tanto, la única salida es reconocer el compromiso real de los operadores políticos a través de sus discursos y actos concretos en la comunidad política para velar por una democracia que no se reduzca a la mera aritmética electoral y cuidar que el constitucionalismo no se convierta en una formalidad sin sustancia. De este modo, la labor de todos los partidos políticos es preservar el equilibrio entre los conceptos de libertad, justicia y gobernabilidad, evitando que un ejercicio del poder sin límites vulnere a los ciudadanos.
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