Berit Knudsen
Guerra Israel-Irán, doce días interminables
El tablero geopolítico se reconfigura dejando menos espacio a Irán

Israel, con una doctrina militar basada en “ataques preventivos”, Estados Unidos apelando a la “paz a través de la fuerza” e Irán bajo la lógica de “resistencia activa con defensa indirecta” chocaron en múltiples frentes por décadas. Pero lo que se manifestaba mediante operaciones encubiertas o guerras proxy, en junio de 2025 se transformó en un enfrentamiento directo.
El detonante fue el informe de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) del 12 de junio, que confirmó que Irán había enriquecido uranio al 60%, por encima del umbral comercial del 4%, empleando centrifugadoras avanzadas e instalaciones subterráneas no declaradas. Las conclusiones apuntaban a una capacidad armamentística alcanzable en semanas. Para Israel, esto marcó el fin de las opciones diplomáticas.
En respuesta, Israel lanzó la operación “León Ascendente”, campaña aérea a gran escala contra Fordow, Natanz e Isfahan. Buscaba destruir la infraestructura nuclear, reducir la capacidad misilística, eliminar figuras clave del aparato militar y debilitar la influencia iraní sobre sus fuerzas proxy regionales. El daño fue considerable: mil misiles iraníes destruidos, 65% de lanzadores inoperativos, 80 baterías antiaéreas neutralizadas y quince científicos y comandantes de alto nivel eliminados. Irán replicó con quinientos misiles y mil drones. Aunque la defensa aérea israelí –Cúpula de Hierro, Honda de David y Arrow– interceptó el 90% de los misiles y casi todos los drones, cincuenta proyectiles impactaron en ciudades, causando muertes y heridos.
Donald Trump, con una postura inicial de no intervención para evitar arrastrar a Estados Unidos a una guerra abierta, en medio de negociaciones y una escalada persistente, cambió de tono refiriéndose a “nuestros avances”. El 22 de junio, Washington ejecutó la operación “Midnight Hammer”: siete bombarderos B-2 y catorce misiles antibúnker atacaron los centros de enriquecimiento de Fordow, Natanz e Isfahan, golpe quirúrgico para desmantelar irreversiblemente infraestructura crítica.
Irán respondió con un ataque simbólico contra la principal base estadounidense en Qatar. Avisó con antelación y lanzó catorce misiles interceptados sin consecuencias. El 24 de junio, Trump convocó a un alto al fuego. Israel detuvo los ataques, Irán suspendió represalias y Estados Unidos dio por concluida su participación. No se firmaron acuerdos ni se impusieron condiciones, por lo que Irán suspendió toda cooperación con la OIEA, impidiendo el acceso a inspectores, reafirmando su decisión de continuar el desarrollo nuclear.
China acusó a Washington de desestabilizar la región, pero evitó involucrarse. Rusia, aunque depende del armamento iraní, no ofreció protección, dejando a Irán más aislado que nunca. El régimen no cayó ni mostró fisuras políticas, pero su aparato militar fue severamente golpeado y su prestigio regional debilitado. Las milicias aliadas, desde Hezbolá hasta los grupos chiíes en Irak, Yemen y Siria, enfrentarán mayores dificultades operativas y financieras. En África, sus redes logísticas y religiosas han quedado expuestas. En América Latina, los vínculos con Venezuela, Cuba y Bolivia podrían verse afectados como costo político de esta guerra.
Más que una tregua estable, el resultado es una reconfiguración del equilibrio regional. Irán no ha sido eliminado, pero su proyección estratégica se ha reducido. Su influencia en Irak, Siria, Yemen o Líbano se debilita. La legitimidad de Hezbolá se erosiona, gobiernos sunitas observan con cautela y millones de iraníes fingen lealtad a una teocracia fisurada. Lo que sigue no es paz, sino una fase incierta, con un Irán contenido, un Israel más audaz y un Estados Unidos que ha demostrado que aún decide el desenlace sin necesidad de comprometerse en una guerra prolongada. El tablero geopolítico se reconfigura dejando menos espacio a Irán.
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