Hugo Neira

Fidel. Tal como

Fidel. Tal como
Hugo Neira
28 de noviembre del 2016

Extraordinariamente educado, se ponía al nivel de cada persona

El 26 de julio de 1953, unos 150 jóvenes toman por asalto el cuartel Moncada en Santiago de Cuba. Fue un fracaso y pocos sobrevivieron. Más tarde los exilan en México y en diciembre de 1956, 82 hombres desembarcan del barco Granma en las costas orientales de Cuba. Los esperaban los soldados de Batista, solo doce hombres sobreviven, entre ellos el Che Guevara. Luego, la corta guerra en la sierra Maestra, los guerrilleros triunfantes ciudad tras ciudad, la fuga de Batista, el ingreso de los barbudos el 1 de enero de 1959 a La Habana. Su jefe y guía es el hijo de un gallego vuelto en Cuba plantador de caña de azúcar, que envía al hijo a una escuela de jesuitas, estudiante de derecho en la Universidad de La Habana, expedicionario revolucionario en 1947 en la República Dominicana para derrocar la dictadura del general Trujillo. Cuba, el desembarco de los exiliados cubanos en Playa Girón. La crisis de los misiles, 1962. Muchas cosas se pueden invocar en torno a la vida de Fidel Castro. No obstante, ante el tema de la muerte, prefiero otra aproximación. El hombre mismo, su carácter, su carisma.

El azar del destino me ha hecho ver y conocer repetidas veces a Fidel Castro en La Habana. Por dos sencillas razones. Había ganado el Premio Casa de las Américas con la vida de Saturnino Huillca. Y la segunda razón son los años de Velasco. Por una razón o por la otra, fui muchas veces a Cuba, y pude conocer a Fidel Castro y no soy el único.

Fidel Castro orador. En el veinteavo aniversario de la toma del cuartel Moncada. Era parte de la delegación digamos, velasquista. Nos apreciaban, estaba yo a cuatro gradas de donde hablaría Castro. En el mundo rusificado de los cubanos esas cosas tenían sentido. Estábamos en el Moncada, vuelto tribuna inmensa y ambiente de fiesta. Llega Castro. Aparecen como por magia unos soldados en los techos y disparan al aire con metralletas. Se enfría el ambiente. Fidel arranca con aire severo, espartano, habla del sacrificio de gentes de su generación en ese asalto (fue una masacre) y al terminar, recita de memoria un poema que yo no conocía, el de Rubén Martínez Villena: Hace falta una carga para matar bribones, / para acabar la obra de las revoluciones; / para vengar los muertos, que padecen ultraje, / para limpiar la costra tenaz del coloniaje; /. Me acuerdo como si fuese ayer. A esas alturas, la gente de la platea ya estaba de pie. Y entonces, personalizando por completo el poema, prosigue: «para que la República se mantenga de sí, para cumplir el sueño de mármol de Martí.» Y levantando la voz, «para que nuestros hijos no mendiguen de hinojos la patria que los padres les ganamos de pie.» Fidel: «Desde aquí te digo, Rubén Martínez Villena, el 26 de julio fue la carga que tu querías. Patria o muerte¡!»

Al retorno, en un carro de lujo, con banderitas peruanas y cubanas, mientras otros conversaban, yo me encontré musitando en voz baja el poema que había escuchado. Me lo había aprendido de memoria! Cosas de la emoción. No habré escuchado ni a Mussolini ni a Hitler, ni a Lincoln, pero los grandes oradores son contados con los dedos de la mano, y Fidel era uno de ellos.

Fidel político. En una visita me dicen que no me mueva del hotel, “el comandante quiere hablar contigo”. Llega la noche, y “Fidel no tiene hora, no salgas y duerme si es preciso, vestido”. A la una de la madrugada, Fidel y hombres de su seguridad. Entra y a quemarropa: Quiero saber por qué el Perú no acepta los armamentos soviéticos que les ofrecen y sabemos que tú eres uno de los que opinan en contra. Le explico nuestras razones (no queríamos depender de los soviéticos) y con tal convicción que me encuentro golpeando mi mano sobre la otra mano, en las narices de Fidel. Realmente era yo un desatinado. Y lo miro, y veo pasar una lucecita por los ojos de Fidel Castro, tuve temor. Al llegar a Cuba, el pasaporte se quedaba en manos del Ministerio del Interior. Me detuve, y Fidel me dice: “Sigue Hugo, sigue”. Claro que seguí pero con prudencia. Luego: “Ahora vas a escuchar mi opinión”. Al despedirse, lo hace cordialmente y de paso un manazo en la espalda: “No te preocupes, chico”.

El Fidel considerado. En una recepción, en un besamanos, había una señora peruana, muy humilde, que viaja a Cuba con wawa y todo, se le enferma el niño, y Fidel, en el turno de los peruanos, le pregunta cómo andaba el crío. La señora de marras se arranca con una descripción de los excrementos del infante y otros detalles, en su contorno no sabían cómo pararla, la jalaban, la tironeaban, y Fidel, ¿saben lo que hizo? La escucha con toda la paciencia del mundo. Extraordinariamente educado, se ponía al nivel de cada persona. La sutileza de un prelado y las actitudes, si era preciso, del guerrero. Se explica por qué lo llora el pueblo cubano. Fidel es la historia. Y para el resto, los balances de lo hecho y de lo desecho, habrá tiempo. No ahora.

 

Hugo Neira

 
Hugo Neira
28 de noviembre del 2016

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