Hugo Neira

Entre agradecimiento y sorpresa, unas cuantas palabras

Prólogo del libro “la ilustración de nuestro tiempo”

Entre agradecimiento y sorpresa, unas cuantas palabras
Hugo Neira
05 de diciembre del 2021


Hemos estado la semana pasada en Arequipa. Invitados por los organizadores del XIV Festival del Libro. Me pidieron que presentase dos libros. El primero,
Huillca, habla un campesino peruano. Como ya les conté en este portal, este libro es una biografía del líder del movimiento de protesta contra el sistema semifeudal del mundo rural. Fue primero editado en Cuba cuando gana un concurso de la Casa de las Américas de La Habana, libro que fue traducido a siete lenguas, y que dio la vuelta al mundo. Pero no conocido en el Perú hasta hoy. Felizmente una editorial local —Achawata—, tomando en cuenta que pertenece al género testimonial, lo edita de nuevo con las páginas en que cuento la visita del campesino Huillca a Cuba, el indígena que en los años sesenta del siglo pasado, desde la Federación Departamental de Campesinos del Cusco, organiza las invasiones de tierras en las haciendas, sin el uso de las armas ni sangre, movilizando centenares y miles de indios entre 1960 y 1965. Yo fui testigo de esa ola pacífica, y enviado especial por el diario Expreso. En Lima, recogieron mis crónicas en el momento en que se discutía en el Congreso la posibilidad de una reforma agraria. Eran los años de la presidencia de Fernando Belaunde. Pero también podemos decir que fue el primer paso hacia la reforma agraria, esa ola campesina que no dependía de partido alguno. Apareció una elite dirigente en la sierra misma, entre ellos, Huillca. Era el surgimiento de una elite propia lo que asombraba en aquellos días. Y en especial, a las Fuerzas Armadas. No eran guerrillas, nadie los manejaba de fuera. El golpe de Estado y luego, en 1969, la ley de reforma agraria de Velasco, no nace en los cuarteles sino en torno a los acontecimientos en el Cusco y el sur del Perú. Huillca fue el libertador de los indígenas. Acaso por esa misma razón se oculta el inicio de un cambio en la estructura de la sociedad peruana. 

En esa semana en Arequipa, también presenté otro libro. El que ha editado la Universidad Ricardo Palma de Lima para este Bicentenario. Se titula Dos siglos de pensamiento de peruanos, obra de 666 páginas para la cual he compilado los textos de 82 pensadores peruanos. Entre ellos los que llamamos la «generación de los 70». Muchos de ellos, como Fernando Fuenzalida, Julio Cotler, Carlos Franco, ya no están en este mundo. Para ese libro, reuní los mejores textos de nuestros intelectuales. 

También me esperaba en Arequipa un libro de homenaje cuyo prólogo se me había pedido y se reproduce en las líneas que siguen. 

***

Desde Arequipa, me hacen saber que se prepara un libro consagrado a mi vida y obras. Me escribe Carlos Rivera, editor y coordinador, y me envía el índice. Me entero de que en el comentario, aparecen amigos míos, Martín Tanaka, Alberto Vergara, Juan Carlos Valdivia, Víctor Andrés Ponce. El editor ha recogido textos anteriores, en épocas y circunstancias distintas. Por ejemplo, en cuanto a entrevistas, una de Alberto Vergara y Martín Paredes cuando acababa de retornar de la Polinesia Francesa, y alguna, más reciente, de Enrique Valderrama. ¿Qué otra cosa puedo decir a unos y otros? Mi inmensa gratitud. No lo esperaba porque, de alguna manera, me he acostumbrado a no esperar nada. Que es la mejor manera de proseguir en el quehacer intelectual. Más bien, contaré de dónde vengo y cómo trabajo. 

Ocurre que el fino y despierto editor se ha dado cuenta de que he tenido la costumbre de escribir cartas públicas a algunos amigos, y no necesariamente por coincidencias. En Carlos Tapia, su idea y percepción de los grupos armados. Ante Alfredo Barnechea, cuando le interesaban los dragones asiáticos, que fue uno de esos mitos limeños en busca de una ruta al capitalismo moderno. En cuanto a Moisés Lemlij, porque se le ocurrió convocar a psicoanalistas y científicos sociales y exponer puntos de vista sobre el nuevo milenio. Han pasado más de veinte años. Más allá de la anécdota personal, en aquel momento se libraba una gran batalla cultural. Se expresaban los poderosos imaginarios de aquel momento, acaso desautorizados por el confuso presente. Fue un contexto muy especial, un nuevo milenio y cambios inesperados en el Perú y en el mundo. Y coincidía con mi retorno al país. Por mi parte, con la cultura europea a cuestas. 

Estas líneas, además del agradecimiento —incluidos los participantes, diversas autoridades académicas—, deben seguir un rasgo de carácter, mi sinceridad. Tengo la impresión que esa actitud, dada la relación con mis alumnos y los mails que me llegan, es la que más se aprecia. No es que me den la razón. Probablemente discrepan, pero da la impresión de que están hartos del disimulo, del que escribe pensando en «el qué dirán». Saben, por lo demás, que no aspiro a ser ni ideólogo ni jefe supremo de alguna ideología mesiánica, situación cuasirreligiosa que se produjo en una universidad de Ayacucho, para mal de nuestras culpas. A veces me toman por pesimista. Es verdad que detesto esa suerte de infantilismo del optimismo a la peruana. Lo que soy es un escéptico. Más que descender del linaje de Mariátegui o de Haya de la Torre, creo que vengo del espíritu crítico e insumiso de Manuel González Prada. Pero no soy el único. Si el amable lector sigue mi consejo, va a encontrar entre algunos de los clásicos del Perú —en Riva-Agüero, en Jorge Basadre y en Raúl Porras— pasajes de mal humor, al borde del panfleto. La tradición letrada luce el recurso de la ironía y textos sin ganas de conciliación con las corrientes dominantes. Fueron toda su vida libres, y por eso, maestros. 

La invitación a estas páginas me pone en una situación difícil. Alguien ha dicho lo siguiente: «los escritores siempre fueron incomprensibles de sí mismos» (Luis Alberto Sánchez). Para comenzar, me tomo como un escritor. Pero no como los escritores literarios. Novelistas, autores teatrales y críticos literarios que escriben tan bien como aquellos que comentan. Se olvida que hay escritores en historia, filosofía, y en las ciencias sociales, antropólogos, etnólogos, psicoanalistas, economistas y sociólogos. Los intelectuales literarios narran. Nosotros, no narramos, razonamos. Nuestro campo no es el relato. No venimos de Cervantes. Venimos de Montaigne. Eso se inicia con los griegos. Su literatura viene de Homero, de un relato. El logos de Platón, de un debate. Y de ahí, la filosofía y la política. Nuestro campo de agramante es la prosa, sea el ensayo o el libro universitario. He escrito toda mi vida ensayo. En 1961, Unanue, y el nacimiento de la patria. Un concurso. En el jurado, Basadre. Tenía 25 años. Después, no he parado. He ganado premios internacionales, cuya mención no viene al caso.

Pero eso no es todo. Me he pasado la vida estudiando. De la Historia, en San Marcos, a la tutela paternal de Porras —igual la tuvo para Pablo Macera, Carlos Araníbar, Mario Vargas Llosa—, pero me pareció insuficiente. Un azar, mi libro Cuzco, tierra y muerte me hace ganar premios y la curiosidad de los franceses, que me invitan a trabajar en Sciences Po, —el Harvard de Francia— como investigador. Estudié entonces Ciencias Políticas, con profesores como Raymond Aron. Y luego, después de Velasco, cuando no me quedaba más remedio que el autoexilio, en una de sus «altas» escuelas de Francia. En la EHESS (Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales). Son casas de estudios posuniversitarios. En fin, tres disciplinas. Me eduqué en la multidisciplinariedad. Además del tronco formal de las Ciencias Sociales, yo tuve que elegir un profesor en Antropología, y otro en Filosofía. Elegí, para asombro de mi tutor Jean Meyriat, a Lévi-Strauss. Ya era célebre. Recibía alumnos en numerus clausus, es decir, pocos. El filósofo fue Lucien Goldmann. Menos mal que no hice estudios superiores en los Estados Unidos sino en Europa. Tan dados a la especialización. ¿Por qué no es saludable? Porque la problemática de lo humano no se puede entender, en ciertos niveles de exigencia, sino en visiones globales. 

Seamos claros. ¿Qué son mis obras? Un lugar autoral heterogéneo. Se fundan en que sociedad, ideas y Estado se entienden desde conexiones, interfaces, actitudes diversas. Unas objetivas, otras subjetivas. Por mi parte, para entender un tiempo histórico o una tendencia popular o elitaria, es preciso conceptos y situaciones, nunca estables, flexibles, variables. No estudiamos ni los astros ni la geología. Aunque ellos también se modifican. Pero no dejo de partir de la historia. Quién la olvida no sabe nada de nada. Pero no me quedo en ella. Ni en la historia como pasado, ni en la longue durée de Braudel. Mi texto se baña en la complejidad tanto del individuo como de la sociedad. Y en mis trabajos de historia social, creo haber innovado en los estudios sobre el periodo colonial al introducir conceptos que vienen de la sociología, en especial de Max Weber, utilizando el episteme de «dominadores y dominados», y el ambiguo rol de los criollos, como «dominados-dominadores», en «la lógica imprecisa» del siglo XVI y el XVIII, tanto mexicano como peruano (2016:315). En ese champ o problemática, se explica el rol de los virreyes, de la Audiencia, oidores, corregidores, curacas, el criollo virreinal y su necesidad de rango y el poder de la Iglesia. Sostengo que gran parte de ese sistema se desliza bajo el manto republicano en nuestro siglo XIX y XX. Lo que explica, en gran parte, nuestros actuales retardos. No somos todavía, del todo republicanos. 

Ahora bien, hay una escritura-Estado. La mía es escritura-sociedad. Pienso más en el papel del pueblo sin dejar de lado las grandes personalidades. En mi segundo libro sobre México y el Perú, en el capítulo sobre el siglo XIX peruano, me he ocupado de Piérola y Ramón Castilla, sin olvidar el Partido Civil y el sistema censitario para las votaciones. O sea, esto último, un siglo sin la presencia en las urnas de pobres e indios. O sea el pueblo, eso que Mariátegui llamaba el demos. Invisible hasta 1931. 

En fin, no escribo solo para mis colegas. Mis textos pudieron ser más densos y no lo son. Y si alguien se anima a una lectura tomando en cuenta la estilística, reconocerá que conozco y utilizo los recursos propios a los literatos, el uso de la metáfora, esquemas categoriales que vienen del campo literario; en suma, formas de expresión escrita. Que no es corriente en disciplinas ajenas a la literatura. Muchos lectores se sorprenden de que pase de la frase larga —muy a la española— a frases breves, terminantes. Pues bien, algunos piensan que proviene de la lengua francesa, algo hay de eso. Pero tiene dos orígenes locales: viene de la casa-taller de la calle Colina, Miraflores, el aprendizaje con Porras. Y a su muerte, el trabajo del periodista. Ocurre que toda mi vida he tenido ese oficio a mi lado, de modo lateral, mientras me formaba en disciplinas de expresión densa y con códigos. Mi hermenéutica es comprensiva. No solo pienso en la lógica que acompaña a toda prosa escrita (introducción, desarrollo, conclusión) sino que pienso en el lector. Para ese oficio, el periodista, se necesita alguien que pesque al vuelo el sentido de los acontecimientos. Mariátegui decía que «el periodismo es una prueba de velocidad». En un examen de quién era Waldo Frank, «en su formación, mi experiencia me ayuda a apreciar un elemento: su estación de periodista» (El alma matinal).

Es hora de decir que llevo conmigo la visión de otros mundos, el occidental, con estaciones en Inglaterra, España y Francia. Mis recursos expresivos vienen del castellano pero con la lógica del cartesianismo. No es difícil comprender que mis ideas y manera de expresarme conectan dos culturas, a la vez que entran en conflicto. Mi retórica la he llamado «el pensar mestizo». Mi subjetividad es latinoamericana y la construcción de mis textos se funda en disciplinas conocidas por el planeta entero y el rigor de buscar la verdad y no la ideología. No me considero un intelectual sino un científico social que ama a la vez el arte del texto y las ideas claras. No creo en ningún providencialismo, ni tampoco en los determinismos, ni marxistas ni neoliberales. Creo que la cultura es más poderosa que el dinero. La cultura digital la utilizo, pero no estoy en Facebook. Y en mi página web, en mi Twitter, hay acceso a todo salvo a los insultos. Por eso me he llamado 'el mutante'. No soy sino un artesano de ideas. Me interesa el arte, las ciencias. Vivo con alegría y asombro las modificaciones del saber contemporáneo. El conocimiento es mi taza de té. En cambio, no tengo, deliberadamente, un smartphone. No tengo tiempo para ello, no busco estar conectado, al contrario. Leo, hago ejercicios, camino, escucho música, converso con amigos horas de horas. 

En materia de dinero y recursos, hice una apuesta con el destino. Quedarme el tiempo necesario en la docencia europea hasta alcanzar la jubilación. Y tener una renta que me permita ser libre. Y es lo que ha ocurrido. Lo de longevo «los hay pocos», me dice un amigo, acaso lo explican mis hábitos, son sobrios. Jamás he bebido. No soy dado a los mejores restaurantes. Me tiene sin cuidado la gastronomía. Pero no soy un monje y menos un santo, me he casado varias veces. ¿Todo eso explica mis libros? Cada año, viajamos a Europa para ver cómo van los saberes, y en el retorno, lejos de Lima en una suerte de claustro, con mi mujer, mis libros. Así se construyen las obras que han despertado la curiosidad de un sinnúmero de jóvenes. Libros, resultado de una manera de trabajar con una disciplina de hierro. No hay otra. Por lo demás, la escritura tiene sus exigencias: soledad, silencio. Y cuando puedo, enseño a mis alumnos el arte de la escritura razonada. No a escribir novelas o relatos. De eso se han ocupado García Márquez y Mario Vargas Llosa. Lo mío es la otra literatura, historia, foro, religión, filosofía. La que razona ante lo real y no lo inventa. La prosa. Ese es mi campo. Admiro, por cierto, la literatura, el teatro, en especial la poesía. Pero cada día leo más a los filósofos. 

En suma, sin a priori ni dogma alguno y sin pertenecer a esta u otra camarilla. ¿Qué estaba detrás de la libertad de Jorge Basadre? A nuestro más grande historiador no lo sostuvo ningún gobierno ni entidad peruana. Después de la BNP, me ocupé de qué es República, qué es Nación, qué son las civilizaciones inca y azteca, China e India antigua, las cuatro comparadas. Libro tras libro, de dos a tres por año. 

No basta ser libre, hay que vivir. En mi caso, dos universidades me apoyan. Ambas editan mis libros, fruto de clases o de investigaciones. Soy lo que llaman los franceses, un passeur de ideas. Trato de temas globales. Y a la vez, el país, la patria, el Perú. El mundo. Me gustan más las montañas que las playas. De ser amigo soy capaz de viajar para ver a alguien. Pero igual me entiendo con su majestad la soledad. (HN, Surco, 13 de diciembre de 2018)

***

Estando en Arequipa, nos trataron como a príncipes. El libro de homenaje se titula: Hugo Neira. La ilustración de nuestro tiempo (Universidad Católica Santa María, editor y coordinador, Carlos Rivera). No puedo menos que darles las gracias. No nací en Arequipa, ni he sido profesor de la universidad que lo publica. Les agradezco porque es un libro muy bien organizado. 

Contiene entrevistas, ensayos y discursos míos, también muchos de mis artículos un tanto desperdigados en revistas y periódicos. Y una sección «Perfiles» en la que me ocupo de Mariátegui, Haya de la Torre, Scorza, Fuenzalida o Tantaleán. Pero también de Sartre, Borges, Jesús y los Esenios. Neira periodista, sociólogo. Es cierto que me atraen disciplinas distintas y que mi amigo Juan Carlos Valdivia Cano me ha entendido bien y usa una metáfora para describirme: es el título de uno de mis libros, Del pensar mestizo, de 2006. No soy como el gran José María Arguedas que pensaba en quechua y en castellano. Lo que ocurre es que a lo largo de mi vida, acaso sin deliberada intención, he tomado conceptos y herramientas intelectuales de la tradición europea y occidental sin dejar de ser peruano. La hibridación, no el distanciamiento. De Montaigne, el exilio, el hábito de viajar, y si no se es rico como Montaigne, si no se tiene una torre o un castillo, se puede tener un patio, incluso un corral. Adolfo Castañón, estudioso del creador del ensayo, sostiene que la salud del intelectual le venía porque sabía irse (Por el país de Montaigne, 2015). Nosotros no hacemos libros. Son los libros que nos hacen: «Je n'ai pas plus fait mon livre que mon livre m'a fait». Una cita de Montaigne. No es un caso raro. Lo fue Lukas y lo fue el español José Ortega y Gasset, liberal, catedrático, no era judío, ni marxista, pero era un paria. ¿Por qué se le detestaba? Porque en 1917 llama a España «invertebrada», anticipándose a la guerra civil. El forastero es capaz de discernir, a diferencia de los cuya vida no es sino una continuidad. Los alemanes tienen un concepto, lo que Mannheim llamaba la Freischwebende Intelligenz. Los que están como pájaros, adentro y afuera. El marginado es más lúcido que el sedentario.

Hugo Neira
05 de diciembre del 2021

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