Luis Enrique Cam

Entonces venderé el buey

Un relato sobre la influencia china en la peruanidad

Entonces venderé el buey
Luis Enrique Cam
03 de junio del 2025


“Entonces venderé el buey para que puedas pagar el pasaje al Perú”, dijo el tío abuelo de su familia, en el remoto pueblo de Tai Liao, Cantón, cuando su joven hermano le expresó el deseo de abandonar China y buscar un futuro en el país de los incas.

Así comenzó la historia de su linaje en el Perú, una de tantas que tejen la memoria colectiva de los descendientes de inmigrantes chinos afincados en esta tierra milenaria. Un país que, con la independencia, abrió sus puertas al mestizaje y al encuentro de culturas del lejano oriente. La primera gran migración china al Perú ocurrió apenas veinticinco años después de la batalla de Ayacucho, impulsada por el presidente Ramón Castilla, héroe de la pampa de la Quinua. Desde entonces, China y Perú han sostenido vínculos diplomáticos y culturales que se alimentan de herencias milenarias.

Él pertenece a la tercera generación de su familia nacida en el Perú. Su abuelo arribó en los años treinta. Por sus venas corre una mezcla de sangre china y andina: su madre, trujillana, heredó raíces cajamarquinas; su padre, tusán, descendía directamente de aquel inmigrante cantonés. Su infancia transcurrió en el barrio chino de Lima, un entorno bullicioso y lleno de color. Sus padres administraban una tienda de muebles en el jirón Paruro, donde él solía ayudar durante las vacaciones escolares.

Estudió en el colegio Juan XXIII, una institución peruano-china fundada por un misionero franciscano expulsado de la China comunista. Recibió una educación con influencia oriental, aunque nunca llegó a aprender el idioma de su abuelo, quien hablaba un castellano áspero. En la escuela estudió con admiración las etapas heroicas del Perú y en las tardes pasaba horas leyendo los tomos de la enciclopedia “El tesoro de la juventud”.

Mientras su familia participaba activamente en la Asociación Peruano China, él se inclinó por la historia, el cine y la cultura peruana. Produjo documentales, escribió sobre la identidad nacional, y aunque no dudaba de su peruanidad, por primera vez decidió escribir sobre la migración china desde la historia de su akún, su abuelo. No por una búsqueda de identidad, sino por una cierta nostalgia por la atmósfera del barrio chino de su infancia.

Recordaba las tiendas y chifas de las familias amigas, donde era recibido como en casa; a los ancianos fumando en las puertas mientras leían periódicos con ideogramas; las celebraciones que unían las fiestas chinas y peruanas: el 28 de julio, Navidad o el Año Nuevo Chino. Le fascinaban los cohetes durante la danza del dragón, cuando este trataba de “comerse” las lechugas colgadas en las puertas de nuevos negocios. Y por esas mismas calles, la procesión del Señor del Santuario de Santa Catalina, en el mes de septiembre. 

Ese mundo, sin embargo, había comenzado a desvanecerse. Lo que perduraba en su memoria era aquella frase decisiva: “Entonces venderé el buey para que puedas pagar el pasaje al Perú”.

José María Arguedas definió al Perú como un “país de todas las sangres”. Esa afirmación se hace evidente en el mestizaje que resultó de la llegada de europeos, africanos y asiáticos que, al mezclarse con los pueblos originarios, forjaron nuevas identidades. Términos como mestizo, mulato o injerto pasaron de ser insultos a convertirse en símbolos de orgullo. Voces cotidianas como “cholito”, “moreno” o “chinito” reflejan un mestizaje que no solo nombra, sino que construye la identidad nacional.

El Perú también es un país de todos los climas y tierras. Cada grupo migrante trajo consigo costumbres y alimentos, y todo echó raíces. Los chinos, por ejemplo, introdujeron el arroz como base alimenticia y el té como ritual cotidiano. Ambos elementos son ahora inseparables del menú peruano.

El barrio chino de Lima, conocido como Capón –por la habilidad china para castrar cerdos– nunca fue un gueto ni un espacio de exclusión. Desde sus inicios fue un enclave comercial vibrante que se integró a la vida limeña. Si bien los primeros migrantes chinos vivieron condiciones de cuasi esclavitud en las islas guaneras y cañaverales, con el tiempo se dispersaron, convirtiéndose en agricultores y comerciantes. Y más adelante, con acuerdos bilaterales, pudieron asentarse en mejores condiciones, contribuyendo al desarrollo económico y cultural del país.

Su abuelo era un hombre frágil y sencillo, pero tuvo el coraje de emprender una travesía incierta hacia un destino desconocido. En el Perú encontró a su primera esposa, una tusán, con quien tuvo dos hijos, de los cuales solo sobrevivió su padre. Más tarde, enviudó y contrajo un segundo matrimonio.

Cuando cumplió cuatro años, el nieto recuerda que el akún llegó a casa. Lo saludó con un abrazo y, con solemnidad, sacó un billete verde de su bolsillo, diciendo: “Li si” —propina— “parte con tu hermano”. El niño, sin entender del todo, buscó unas tijeras y cortó el billete por la mitad, cumpliendo al pie de la letra lo que creyó una orden. El grito de su hermano, seguido por el alboroto de su madre y tías, quedó grabado en su memoria. La escena terminó en lágrimas, aunque una de sus tías pegó las mitades con cinta scotch con la esperanza de que el billete aún sirviera.

Pasaron los años, y cuando tenía catorce, volvió a ver a su abuelo, quien se había distanciado del padre tras su segundo matrimonio. Conversaron largamente sobre el colegio, el tenis de mesa, y entonces, casi con timidez, el nieto le preguntó por qué había venido al Perú. El anciano suspiró profundamente y comenzó un relato que jamás olvidaría.

Había sido maestro rural en China, único profesor de un salón multigrado con cuarenta niños. Enseñaba lectura, escritura, canto y danzas de kung-fu. Un misionero francés que pasó por el pueblo le regaló una cámara fotográfica y le enseñó a revelar placas, conocimiento que transmitió a sus alumnos. Pero en tiempos de hambruna, el hambre no era noticia: era una presencia constante. En aquella época casi no comían de noche esperando que llegue el sueño para olvidar el dolor del estómago vacío. Al final de cada año, un comisario comunista repartía apenas un metro cuadrado de tela por persona que les servía para remendar los huecos de las prendas, no alcanzaba para más. Con lo que ganaba logró ahorrar algo. Un compañero le había contado que en Perú había oportunidades. También sabía que un primo lejano se había establecido allá. Pero no tenía suficiente para el pasaje.

Pidió ayuda a su hermano mayor, un agricultor. El hermano, conmovido, le dijo: “No tengo dinero, solo me queda el buey”. Lo vendió, y con eso el maestro pudo pagar el pasaje. Embarcó en un viejo vapor que demoró más de dos meses en llegar al Callao, justo en medio de una huelga de estibadores y carteros. Con el poco dinero que le quedaba, alquiló una habitación por cuatro días en el Callao. Luego encontró refugio en casa de un paisano, de su antigua aldea, que vivía en el jirón Huallaga. No sabía castellano, pero en la oficina postal buscaban personal para cubrir la huelga. Le entregaron un plano y una bicicleta, y comenzó a repartir cartas. Gracias a las propinas, pudo sobrevivir y, con el tiempo, devolver el dinero. Lamentablemente, su hermano había fallecido, pero alcanzó a traer a dos de sus sobrinos a quienes acogió como hijos.

El relato se interrumpió cuando el anciano rompió en llanto. El nieto comprendió entonces la dimensión de aquel sacrificio.

El barrio chino fue mucho más que una isla cultural: fue un puente hacia la integración. Los inmigrantes chinos compartieron saberes en gastronomía, medicina tradicional y artes marciales. Incluso, como gesto de hermandad, obsequiaron a Lima la fuente del Parque de la Exposición por el centenario de la independencia.

A lo largo de 176 años, chinos y peruanos han compartido penas y esperanzas, celebraciones y tristezas. Hoy sus descendientes caminan juntos, con orgullo, hacia el porvenir en un mismo país. Una prueba de esa integración son las colas que se forman los fines de semana para disfrutar de un buen chifa en el barrio chino o en la avenida Aviación. 

Y él, descendiente de aquel maestro que cruzó el mar, piensa con gratitud en ese tío abuelo que vendió su único buey en Tai Liao. Gracias a ese desprendimiento y al coraje del otro, él puede hoy contar esta historia de lucha, fraternidad y esperanza.

Luis Enrique Cam
03 de junio del 2025

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