Hugo Neira
El primer debate, la república
Sobre la fundación de las repúblicas latinoamericanas
Cuando se fundaron estas repúblicas hace dos siglos, la idea no era lejana a lo que querían los convencionales franceses cuando prefirieron cortarle la cabeza a un rey, romper con un Antiguo Régimen de nueve siglos (no tres siglos como el feudalismo de aquí), aunque tuviesen que guerrear contra Europa entera. Querían para su nación una república antigua. El sueño de Roma republicana los habitaba, res publica, al punto que se vistieron con togas y túnicas romanas, hasta que se percataron que era imposible, y que tenían prácticamente que inventar formas de representación que tampoco estaban ni en los usos de Atenas ni en las repúblicas italianas del Renacimiento. E inventaron, en los Estados Unidos de Hamilton y de Jefferson, en Francia de Rousseau, Robespierre y Benjamin Constant, otros republicanismos para los tiempos modernos. Nosotros no. Pensamos que el debate estaba zanjado.
Cuando se fundaron las repúblicas europeas, la norteamericana y las nuestras, hace dos siglos, la cuestión no era distinta, cambiaba de geografía, de lugar, pero no de filosofía política. Las repúblicas no podían ser, ni en México, ni en el Río de la Plata, ni en Quito ni en el Cusco, solamente una forma de gobierno sin monarca. Tenía que ser el amor a la ley para todos. Y contar con ciudadanos virtuosos. Y el uso del poder, no algo que se podía ejercer al antojo, que es lo que se hizo. Pero todos, tiranos y revolucionarios, dictadores y demócratas, el sable como la toga, en el XIX y en el XX, simularon ser republicanos. [...] No se ha aprendido, hasta ahora, a saber limitar republicanamente al poder. Y que este admita a su vez, junto a la potestad, sus límites. Somos entonces, como carromatos que avanzan en la conquista de la libertad y la dicha a un inalcanzable Far West, pero con las ruedas quebradas. Y llegamos no a valles de libertad sino a Tartarias, a Satrapías (para decirlo con el lenguaje de Bolívar, que hubiese desaprobado los abusos que en su nombre se comete).
La república es el primer debate. Aquel que permite poner en claro el tipo de ciudadanos que deben ser los que se aprestan a mandar y a obedecer (sí, a obedecer, la detestada palabra), y qué tipo de nación, Estado, sistema económico, educación ciudadana y qué vida pública podamos, entonces y solo entonces, intentar. El debate republicano no es retórica, es al revés. Si no sabemos para qué vivimos juntos, todo el resto resultará confuso, falso, pomposo, y por lo general, se vuelve engaño, mentiras públicas, que hace que los ciudadanos, defraudados tanto de revoluciones como de inacabables transiciones, decidan finalmente aborrecer la política misma. Esa desilusión es conveniente para algunos, convierte a toda autoridad en imaginaria. Vuelve la ilegalidad, si es colectiva, resulta intocable, dotada de una perversa aura de sacralidad. Entre tanto, se practica apasionadamente el agravio del rival. Mientras otros se dedican a glorificar la violencia pero tomando buen cuidado de no participar en ella. Así, en un país en donde violar la ley da a quien lo hace la sensación de estar en lo correcto, nos acercamos a los festejos del Bicentenario. No me opongo, pero festejaremos una tatarabuela abandonada, una novia muerta y olvidada, una panaca sagrada e incumplida, un templo antiguo abandonado.
El tema republicano ha sido usurpado por el liberalismo desde el siglo XIX hasta la fecha. Cuatro dedos de frente nos llevará pronto a comprender que liberal y republicano no son lo mismo. El primero quiere la libertad, en particular la individual. Ese es un principio doctrinario estupendo e indispensable, pero incompleto. Lo republicano consiste, además del individuo y la libertad y la igualdad, en pensar el bien común. Eso está en Rousseau, leído apasionadamente por Bolívar y San Martín. Está en Montesquieu, El espíritu de las leyes. Pero faltó en los primeros días republicanos esa virtud del Common sense que baña la Declaración de la Independencia de los excolonos de América del Norte en 1776. Y el arte de los equilibrios entre poderes, locales o centrales, entre gobernantes y gobernados. La discusión que reclamamos sí ocurre entre Hamilton y Jefferson y no solo fue sobre leyes sino sobre costumbres. Es decir, sobre los comportamientos mismos. Pero eso nos sonó a protestantismo en los inicios del XIX. La tarea de corregir las costumbres se la dejaron los políticos a los satíricos y costumbristas (ver Raúl Porras). En nuestros días, además de las caricaturas, la novela y el cine se ocupan de lo poco republicana que es la incivil sociedad civil. Rarísima vez un político. ¿Para qué? Su primera obligación es hacerse querer. Con lo cual, los vicios de los representantes y los representados crecen juntos. En suma, no bastaba con separar el poder en tres para evitar monarquías postizas. No es suficiente con tener elecciones cada cierto tiempo. Pero, sin mayor esfuerzo crítico, adoptamos la forma declarativa republicana hasta en los símbolos: una diosa Justicia con los ojos vendados. ¡Qué miseria, cuánta mentira!
El republicanismo es la fórmula predominante en las repúblicas latinoamericanas, pero los que nos emanciparon, los rápidos criollos de hace dos siglos, consideraron que con tener algunos de ellos en la legitimidad del poder, a alguien de la parentela, del clan familiar, se cumplía con el principio electivo y se resolvía el tema. El Estado iba a existir. La nación a autoformarse. Con ese punto de partida perezoso, todo salió desquiciado. Se demoró la construcción del Estado, porque para tenerlo, el pacto republicano tenía que ser previo. Intelectual, moral, ético, antes de ser jurídico, institucional y técnico. Para ponerse de acuerdo. ¿En qué? En el contrato social.
Y en contar con elites capaces de aceptar a otras elites, y aceptar a las masas; éstas, a su vez a las elites, tratando de que ellas emanaran por la educación del pueblo mismo. Y todos, masas y elites, con ciudadanos que paguen impuestos, respeten un poder por encima de las clases mismas, el del Estado, con funcionarios bajo la vigilancia de los gobernados. Nos parece utópico, nos sigue pareciendo pese a dos siglos de hacer como que hay otros problemas más urgentes. Pero es la regla corriente de las sociedades modernas. Nada de esto se emprendió. Nada de esto se ha discutido. Unos tendieron a aumentar el poder, por lo general con ayuda de las fuerzas armadas. Otros, a derrumbar gobiernos, por lo general con la ayuda del pueblo al que luego olvidan. Antes complotaban las oligarquías. Hoy en día, los políticos venidos de las capas emergentes, los recién llegados, ya no de las antiguas clases medias sino de los nuevos ricos, se hallan dispuestos a establecer nuevos despotismos, disfrazados de legítimos. Establecerse en el poder para siempre no se hace más con botas sino con votos.
Un fracaso político de este orden —¡dos siglos!— tiene una explicación económica, social, pero también está en los códigos de conducta, en la mentalidad de la gente. No se pensó, o no se quiso pensar, en la incongruencia entre lo que se dice y lo que es posible. ¿Edificar democracias sobre sociedades premodernas (y encantadas de seguir siéndolo)? En realidad se ha diferido este debate, que sin embargo sí tuvo lugar en Estados Unidos y en Europa, y que continúa hasta la fecha. La razón, vuelvo a decirlo, es porque como problema está lejos de ser sencillo. Al contrario, es enorme, fundamental. La discusión sobre el republicanismo engloba todas las otras cuestiones, que no son menores pero que de esa definición, dependen. [...]
Cada vez que un peruano maltrata a otro peruano, que un funcionario se deja corromper, que corrompemos a un juez, que compramos el voto de una poblada de pobres con alguna imposible promesa electoral, en cada gesto de ese tipo, estamos diciendo que merecemos los despotismos que luego caen sobre la cabeza de todos, aunque luego hacemos como que nos espantan. Con repúblicas a medias fabricamos tiranos a repetición. Nuestras costumbres violentas diluyen toda autoridad. Rousseau se jalaría los cabellos, nuestro contrato social consiste en que no lo haya. Hemos reemplazado las reglas por un sistema perverso de negociaciones que no admite ciudadanos sino cómplices, las llamamos “componendas”. Éstas, por su uso en negocios ilícitos, desacreditan al sistema democrático que no puede funcionar sin mediaciones y un juego de alianzas. Así, se va formando otro sentido común, de contenido delincuencial no explícito. Y entonces las verdaderas constituciones son las que no se han escrito. Orales, tortuosas, inestables. No se tributa pero se exigen servicios. Se glorifica la rebelión pero se desprecia a los perdedores. Las verdaderas representaciones populares no son las que son legales. Pedir es amedrentar. Nuestra subcultura política es la forma de hacer política. Falta un ajuste de cuentas con nuestras mentiras fundadoras y el coraje intelectual y personal de atreverse a ir a contracorriente. Contra el exceso del interés inmediato. La teoría de la República es para pronto, o será la guerra civil que muchos peruanos desean aunque hipócritamente, niegan.
Entre tanto, seguiremos asesinando a la patria. No la vemos llorar, pero llora. Si tuviéramos la fe civil, que pedía Rousseau, el sentido de la virtud que reclaman desde la ética y la moral los filósofos del día de hoy que en este orden de cosas siguen siendo los antiguos, para lograr repúblicas, deberíamos estar preparados para cierto tipo de milagro cívico. Entre tanto la Patria dormita con lágrimas en los ojos pero con el puño cerrado, con furia, sobre una espada vengadora.
[HN, ¿Qué es República?, Fondo Editorial USMP, Lima, 2012, pp. 14-18]