Berit Knudsen
El oro ilegal invade la política
Sus organizaciones buscan legitimidad y blindaje institucional

En menos de dos años, 39 trabajadores han sido asesinados en Pataz en manos de la delincuencia del oro ilegal, además de los secuestros y ataques armados. Pero el escenario es mucho más complejo: el crimen organizado busca capturar instituciones, moldear legislaciones y ocupar espacios de poder. El oro ilegal no es una simple “economía informal”, es el combustible geopolítico de redes que actúan con impunidad transnacional.
En la última década, el precio del oro se disparó 320%, valorizado en US$ 100,000 por kilo mientras la cocaína se comercializa a US$ 25,000. Este auge transformó al oro ilegal en un negocio más rentable y menos riesgoso, superando al narcotráfico. Con más de US$ 10,000 millones fluyendo anualmente en manos de la minería ilegal peruana, el volumen mundial equivale a US$ 96 billones (trillones americanos) en mercados contaminados por actividades criminales.
Este oro no viaja en caravanas rústicas o costales de contrabando, se traslada en volquetes desde socavones clandestinos hasta refinerías, blanqueado en centros de comercio global como Emiratos Árabes, Turquía, India, Suiza o China diluyendo la trazabilidad bajo capas de aparente legalidad. El fruto de la delincuencia organizada, masacres, explotación infantil o deforestación termina convertido en lingotes o activos financieros de primera categoría.
La minería ilegal no es una industria artesanal. Es una sofisticada estructura empresarial criminal que emplea contadores, abogados, especialistas en logística, expertos en lavado de activos y sicarios, según la necesidad. En Perú, el 46% de las exportaciones de oro provienen de circuitos ilegales, según estimaciones de Estamin. En este ecosistema, La Libertad concentra 34% de la producción nacional, convirtiendo a Pataz en epicentro de un conflicto librado con armas, pero también con normativas y resoluciones judiciales.
El caso de Pataz es ilustrativo: no solo por las víctimas mortales y atentados, sino por el carácter transnacional y político de estas redes. La detención de Miguel Rodríguez, alias ‘Cuchillo’ y su presunta colaboradora Liliana Pizán, militante de Perú Primero, partido político del expresidente Vizcarra, y ex miembro de Alianza para el Progreso de Cesar Acuña, Gobernador de La Libertad, expone engranajes que no solo operan en la sombra. Estas organizaciones buscan legitimidad y blindaje institucional. Su estrategia es infiltrar la política.
No se trata de suposiciones alarmistas. Eduardo Salhuana, actual presidente del Congreso, representante de una región golpeada por la minería ilegal, promueve iniciativas que flexibilizan controles ambientales, debilitan la fiscalización minera, permitiendo la titulación en zonas sensibles. Favorecer a mineros informales limita el poder estatal para intervenir en áreas invadidas por mafias auríferas. Este tipo de representación política busca capturar el aparato institucional por intereses que no responden al bien común.
Perú es un país minero y su capacidad de seguir siéndolo en términos sostenibles, transparentes y modernos hace necesaria la participación de políticos responsables del sector minero formal. Su ausencia abre un vacío ocupado por agendas ideologizadas que obstaculizan proyectos legítimos de inversión y operadores ligados a economías ilegales que buscan legitimarse. El resultado es la obstrucción del desarrollo, blindando la criminalidad.
La minería ilegal no es solo un problema ambiental o fiscal; amenaza directamente la gobernabilidad democrática. Se infiltra en el Congreso, negocia con gobiernos locales, silencia a fiscales y amenaza a jueces. Cuando no logra comprar, intimida. Cuando accede al poder, legisla.
La pregunta es quiénes enfrentarán a estas estructuras que saben que el poder puede ganarse no solo con votos o fusiles, sino también con oro. En medio de la polarización y debilidad institucional, cuando el oro fluye sin control, el orden legal, la justicia y la política termina por corroerse.
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