Berit Knudsen
El “Lagarto” Vizcarra, inestabilidad y corrupción
¿Por qué figuras desacreditadas mantienen espacios y aspiraciones de poder?

La radiografía política y judicial de Martín Vizcarra muestra a un presidente, apodado “Lagarto”, astuto, frío y calculador que busca su propio beneficio. Para muchos, hoy paga por una corrupción incubada desde sus primeros cargos, acompañando a otros expresidentes procesados y encarcelados. Dos años y medio fueron suficientes para dejar al país en una crisis política sin precedentes, instituciones fracturadas y reformas electorales cuestionadas; reformas que generaron el escenario actual, con 40 candidatos presidenciales.
Su ascenso en 2011 como gobernador regional en Moquegua, tras las protestas del “Moqueguazo” por el canon minero, fueron utilizadas para proyectar eficiencia. Las obras y renegociaciones con Anglo American le dieron prestigio, pero años después se convirtieron en capítulos judiciales. El proyecto Lomas de Ilo y el Hospital Regional de Moquegua lo vinculan con sobornos por S/ 2,3 millones, para favorecer a consorcios privados.
En 2016 fue nombrado vicepresidente y ministro de Transportes y Comunicaciones con Pedro Pablo Kuczynski, luego vinculado con la investigación de “Los intocables de la corrupción”, una red en Provías Descentralizado que direccionaba licitaciones, en la que Vizcarra fue sindicado como posible cabecilla. Su renuncia como ministro lo lleva a Canadá como embajador.
En marzo de 2018, tras la renuncia de Kuczynski, asumió la presidencia interina prometiendo una cruzada anticorrupción. Fue un mandato marcado por choques con el Congreso, la disolución parlamentaria en 2019 –con la controvertida figura de “negación fáctica”–, golpe de Estado parlamentario, vacancia en noviembre de 2020 por “incapacidad moral permanente” y una gestión de la pandemia que dejó más de 220,000 víctimas. Con 6,603 muertes por millón de habitantes, el Perú presentó la tasa de mortalidad más alta del mundo en esa pandemia. El sistema sanitario colapsó, y las compras tardías de oxígeno marcaron una crisis económica y humanitaria.
Al expediente se suman reformas electorales de 2019, un supuesto golpe contra la corrupción que prohibió la reelección inmediata de congresistas y eliminó el voto preferencial, con elecciones primarias obligatorias. Pero la drástica reducción de requisitos para inscribir partidos políticos –de 750,000 a 20,000 afiliados– abrió la puerta a la proliferación de agrupaciones sin estructura. Una fragmentación que propicia el actual “carnaval electoral”, con 40 candidatos presidenciales.
En 2021 el “Vacunagate” reveló que Vizcarra y su entorno se aplicaron irregularmente dosis de Sinopharm sin informar al país. El Congreso lo inhabilitó por nueve años para ejercer cargos públicos, sanción acumulada a otras dos inhabilitaciones y nuevas investigaciones. Pese a todo, fundó el partido Perú Primero y desafió las prohibiciones, con actividades proselitistas en las redes sociales, a pesar de las prohibiciones del Jurado Nacional de Elecciones.
La Fiscalía lo procesa por el caso Moquegua, la trama de Los Intocables, una presunta organización criminal en su gobierno y abuso de autoridad. Tras meses con restricciones, el 13 de agosto el juez Jorge Chávez Tamariz ordenó cinco meses de prisión preventiva por riesgo de fuga, y se convirtió en el quinto expresidente encarcelado por corrupción.
Martín Vizcarra, con un historial plagado de denuncias e inhabilitaciones, intenta seguir influyendo en la agenda pública en su propio beneficio. ¿Pero qué pasa con la política en el Perú? ¿Por qué figuras desacreditadas mantienen espacios y aspiraciones de poder?
La respuesta apunta a una democracia debilitada por la desconfianza y una cultura que tolera y hasta premia a quien manipula el descontento popular. Vizcarra es el síntoma de un sistema incapaz de renovar el liderazgo, que legaliza la fragmentación y convive con la reincidencia. Mientras las reglas electorales sigan favoreciendo la dispersión y el oportunismo, la política peruana seguirá atrapada en un círculo vicioso que convierte a las urnas en una lotería en la que el país paga el precio de la inestabilidad.
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