Miguel Rodriguez Sosa
De Alaska al Caribe: El imperialismo en acción
Putin se queda con Ucrania y Trump con América Latina

El mundo no será ese que queremos, pero es el que tenemos tal y como es. Tal vez no se haya examinado lo suficiente las grandes maniobras del poder de los resurgidos imperialismos soberanistas de hoy, Estados Unidos de América y Federación de Rusia, en relación con el imperialismo post-comunista y librecambista de la República Popular China. Las tres grandes potencias que representan proyectos de poder en el ámbito global.
La reunión de los presidentes Donald Trump y Vladimir Putin en Alaska el pasado 15 de agosto, en sus tres horas de conversación calificada por ambos como «productiva» y «constructiva» lleva a considerar la reafirmación de que el crítico asunto de Ucrania probablemente va a obtener una solución compositiva en el corto plazo dirimiendo los aspectos hasta hoy ríspidos del mismo, contemplando los objetivos de Rusia de garantizar su seguridad en el espacio adyacente al Mar Negro obviando la incorporación de Ucrania a la OTAN, y de consolidar el reconocimiento de las provincias ucranianas cuya mayoría poblacional se ha manifestado desde el 2014 por incorporarse a Rusia. En contrapartida, la solución contemplará los objetivos de EE.UU., de garantizar la independencia y soberanía de Ucrania con el recurso a un sólido compromiso de Trump demandando la participación de países europeos occidentales sin incluir la pretendida presencia importante de sus fuerzas militares «respaldando» en el terreno a las ucranianas. Eso va a significar la derrota del desquiciado militarismo europeísta conjugado tanto en la Unión Europea como en la OTAN. No progresará el cerco contra Rusia.
Cuando el 18 de agosto –sólo tres días después de la cumbre en Alaska– en Washington se realizó la reunión de Trump como anfitrión con Keir Starmer, primer ministro del Reino Unido de Gran Bretaña; Emmanuel Macron, presidente de Francia; Giorgia Meloni, primer ministra de Italia; y Friedrich Merz, canciller de Alemania; con la presencia de Mark Rutte, secretario general de la OTAN, y de Ursula von der Leyden, presidente de la Comisión Europea, lo que aconteció fue una secuela –precedida en la misma fecha de la reunión de Trump con el mandatario de Ucrania Volodymyr Zelenski– de la cita de Trump y Putin en Alaska.
Es necesario destacar que, en su sucesión de eventos, las tres reuniones muestran el manejo astuto de Trump sobre la cuestión ucraniana. No incurrió en el error de juntar a poderes de distintas magnitudes, lo que hubiera diluido su producto. Prácticamente instruyó a Zelenski y a los miembros de su delegación sobre los recursos que el gobierno de Washington comprometerá para asegurar que, una vez que se alcance un posible acuerdo de paz, Ucrania y Rusia puedan establecer una nueva relación con base en garantías de seguridad para ambas partes. Y sólo después la reunión de Trump con los líderes europeos estableció «quién hará qué» para conseguir la paz, informando a sus interlocutores de los compromisos que ofrece, con una claridad indiscutible. Afirmó que las garantías para la seguridad de Ucrania serían proporcionadas por los diversos países europeos, en coordinación con EE.UU., mencionando, según distintas fuentes bien informadas: «El presidente Putin aceptó que Rusia aceptaría garantías de seguridad para Ucrania. Y este es uno de los puntos clave que debemos considerar, y lo vamos a considerar en la mesa (…) Soy optimista de que, colectivamente, podemos llegar a un acuerdo que disuada cualquier futura agresión contra Ucrania, y en realidad creo que no la habrá». Agregó que los países europeos liderarían cualquier garantía de seguridad, mostrando lo que ha sido interpretado como triunfo de Trump en lograr que la defensa de Europa sea crecientemente a su propio costo, y su apertura a permitir soldados estadounidenses en el terreno, con la expresión «Va a haber mucha ayuda»; lo que no es una novedad.
Que luego de la cita, Trump se haya reunido solamente con «autoridades electas»: Starmer, Macron, Meloni y Merz, sin la presencia de Von der Leyden ni de Rutte, es un claro indicativo de la menor importancia que el mandatario estadounidense concede a las burocracias de la Comisión Europea y de la OTAN en el tratamiento de problemas mayores de seguridad.
Así, en días, se han manifestado señales fuertes de que la paz se avecina en el conflicto que enfrenta a Rusia con la OTAN por interpósita Ucrania, con el claro patrocinio de Trump, la aceptación de Putin y la subordinación de una Europa cada vez más decaída y donde vienen ganando espacio las versiones nacionales de soberanismo que se erigen sobre el arruinado proyecto globalista impulsado desde el progresismo. Que esa paz pueda ser informada muy pronto mostrará las luces del nuevo predominio de los imperialismos.
Es lo que va a acontecer porque –lo habíamos mencionado en esta columna meses atrás– lo que esencialmente les interesa a los actuales gobernantes de EEUU y de Rusia es asentar cada uno la zona de influencia adyacente al dominio territorial propio, para su seguridad nacional, y en ese juego no está la UE-OTAN. Lo que adviene es el resurgimiento de los imperialismos con base en un estado hegemón que descoloca a la Unión Europea con su cohesión interna cada vez más decaída y el aumento de brotes de liderazgos competitivos adversarios del globalismo.
En este nuevo panorama mundial es imperativo volver la mirada hacia esas zonas de influencia. Porque las reuniones de jefes de estado en Alaska y en Washington tienen repercusiones emergentes que merecen hoy la máxima importancia y exigen atención. En los primeros meses de la administración Trump este año parecía que los intereses imperiales de EE.UU. respecto del continente americano se cernían hasta Mesoamérica cuando mucho, bregando por controlar la inmigración descontrolada y los flujos del narcotráfico, tolerados (o consentidos) por el gobierno mexicano de Claudia Scheinbaum. Pero era una visión impresionista que no tenía en cuenta el estilo de Trump de afrontar problemas «por partes y por cucharadas», como ya lo ha mostrado ante situaciones como las de Gaza, Irán, Cambodia y Tailandia.
Ahora, es notorio que el gobierno de EE.UU. se ha enfocado en Venezuela y sería ingenuo creer que es únicamente en razón de proteger a la ciudadanía estadounidense del tráfico de drogas conducido por el llamado cártel de los soles, identificado con la satrapía de Nicolás Maduro, que acertadamente Trump sindica como amenaza a la seguridad nacional de su país. La realidad de los hechos es bastante más compleja porque las denuncias de Washington son la máscara con la que se presenta el escenario en el que EE.UU. pretende asegurar su área de influencia imperial en América, erosionada por la presencia de Rusia, China e Irán en el país suramericano.
Lo que se está mostrando con el despliegue de una flota aeronaval y de efectivos de marines (la proverbial fuerza estadounidense de intervención) en el Caribe y frente a costas venezolanas no es sólo el empleo de medios para acabar con el flujo de drogas (cocaína y fentanilo) desde Venezuela hacia EE.UU., ni cancelar las operaciones de narcotráfico de Maduro y sus secuaces. Es también el empeño de liquidar el desarrollo de la estrategia desestabilizadora y subversiva del conocido como socialismo del siglo XXI en el continente americano, que ya se extiende desde Nicaragua hasta Chile con sus prácticas criminales organizadas y armadas. Pero es, además, un esfuerzo para detener la creciente presencia de China en la región (la de Irán ha sido liquidada) que colisiona frontalmente con la pretensión estadounidense de asegurar su área de influencia imperial. Un esfuerzo que ya ha obtenido un triunfo derrotando las expectativas chinas sobre Panamá; que muestra aprestos para neutralizar al bloque de los BRICS con agencia en Venezuela, Colombia y Brasil; y eso en la perspectiva de encapsular y agobiar el apoyo de ese bloque, de China y de Rusia al régimen de Cuba.
Cuando Marco Rubio, secretario de estado de EE.UU. dice –siguiendo al vicepresidente J.D. Vance – que es necesario erradicar al socialismo de América, hace una muy seria admonición, dirigida en última instancia contra el régimen cubano, que debe esperar su hora fatídica. Pero, por el momento apunta a contraponerse a la influencia que China viene ganando en Cuba y en Venezuela (lo que muestra el pragmatismo del imperialismo librecambista de Beijing, que no tiene escrúpulos para apoyar a gobiernos controlistas como los de Díaz-Canel y Maduro).
Si hay un hilo conductor todavía no manifiesto, surgido de la cita Trump-Putin en Alaska, respecto de Venezuela y Cuba, en su momento se hará visible como reafirmación del entendimiento ruso-estadounidense acerca de la indiscutible hegemonía de EE.UU. en el continente americano. Las bases para eso ya han sido asentadas por Trump evitando (por ahora) una alianza militar activa ruso-china, que ha tolerado, sin embargo, la presencia de tropas norcoreanas en el conflicto en Ucrania. Esa situación se refuerza con la notoria indiferencia de Putin acerca del destino del régimen de Maduro acosado por Trump. Aunque desde Beijing el gobierno chino se ha pronunciado adelantando su rechazo a una «intervención extranjera» en Venezuela, no parece ser más que una declaración diplomática, sin impacto real, teniendo en cuenta la inocultable preocupación de Xi Jinping por el enorme e impago adeudo de capitales chinos festinados por Maduro, que, tal vez, pueda ser honrado por otro gobierno venezolano.
Es muy improbable que una operación para derrocar a Maduro y su banda criminal consienta el empleo decisivo y abierto de fuerzas armadas de EE.UU. como ocurrió en Panamá en 1989. No va con el estilo de Trump eso de comprometer tropas para una guerra en territorio exterior. Todo indica que asistiremos a un evento tan quirúrgico como efectivo para liquidar un orden estatal criminalizado ante un mundo sereno más que impávido y eso senoticia.
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