Erick Flores

El mito del contrato social

Un contrato “implícito” con 400 años de vigencia

El mito del contrato social
Erick Flores
25 de septiembre del 2018

 

Carlos, quien trabaja temporalmente en el Jurado Nacional de Elecciones, llega un sábado por la mañana al domicilio de Jorge, quien es asesor de ventas en una tienda de electrodomésticos. Toca la puerta y pregunta por él. Es recibido y, para que la situación no caiga en una incómoda tensión, Carlos le entrega lo que le corresponde a Jorge en forma rauda. Jorge ha tenido la “suerte” de haber sido seleccionado como miembro de mesa, será el secretario en su centro de votación. Al momento de entregarle la notificación y pedirle la firma correspondiente, Carlos le comenta a Jorge sobre los perjuicios que podrían caer sobre él si —por alguna circunstancia— no cumple con su “obligación cívica”. Termina su speech y antes de que Carlos se retire, Jorge pregunta: “¿Si una multa es el perjuicio que cae sobre mí de no cumplir mi deber cívico, cuál es mi beneficio si es que lo cumplo?”. Carlos, que no tiene forma responder con solvencia la interrogante, sonríe tímidamente y solo atina a decir que él está cumpliendo con entregar las notificaciones y nada más. Jorge despide a Carlos de su domicilio en forma amable, y este se retira pensativo.

La pregunta que ha nacido en forma espontánea en una anécdota irrelevante no solo puso en aprietos a Carlos, sino que representa una sensata y muy necesaria reflexión sobre lo que es el Estado y la forma en que nuestra sociedad ha venido siendo timada desde la invención del famoso contrato social. Jorge, según el mito del contrato social, está obligado a perder su domingo familiar porque —allá por el siglo XVII— sus antepasados firmaron una especie de contrato tácito en el que se estipulaba que todos los hombres renunciaban a parte de su libertad y se les imponía una suerte de responsabilidades que todos tenían que cumplir bajo amenaza del uso de la violencia. Y al margen de que esta fábula tenga sentido o no, lo curioso es que se trata de un contrato que —mágicamente— establece un extraño vínculo en el que personas como Jorge, sin haber firmado nada, terminan padeciendo las consecuencias de una supuesta relación contractual que ocurrió hace cuatro siglos.

Si alguien es usuario del operador de telefonía X y a su casa llega un recibo del operador de telefonía Y, lo más natural del mundo es que esta persona entre en cólera y se dirija indignada a hacer el reclamo correspondiente. ¿Y qué pasa si al momento de hacer el reclamo, la señorita que nos atiende dice que se trata de un “contrato implícito”, nos habla de un contrato que se firmó hace años y que, sin que nosotros lo conozcamos, nos impone obligaciones con las que no estamos de acuerdo. ¿Alguien se creería semejante cosa y aceptaría cumplir dócilmente lo que se ha determinado en forma unilateral? Es evidente que no.

Incluso en el supuesto negado de que ese contrato social en verdad hubiera existido, alguna cláusula debería permitir el fin de la relación contractual. Si yo puedo darme de baja del servicio que me ofrece el operador de telefonía X porque es pésimo, ¿por qué no podría darme de baja del pésimo servicio que recibo de parte del Estado? ¿Por qué Jorge no puede negarse a perder su domingo familiar sin que esa decisión le genere un perjuicio económico impuesto desde el Estado? Y en este punto es natural que haya posiciones encontradas. No existe una sola concepción del Estado y la discusión en este sentido es muy necesaria. A final de cuentas, ¿no sería mejor que quienes creen en el mito del contrato social y se amparan en él para justificar la existencia y la necesidad del Estado sean los que demuestren coherencia y —en forma voluntaria— vayan a cumplir con lo que ellos entienden que es su “deber cívico”?

Quienes no compartimos esa forma de pensar no estamos generando algún perjuicio para el resto, no pretendemos que el resto piense como nosotros y se conviertan en enemigos del Estado mañana. Lo único que pedimos es, en consonancia con la filosofía de la libertad, que nos dejen en paz.

 

Erick Flores
25 de septiembre del 2018

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