Arturo Valverde
¡Lancen arroz!
Sobre el fenómeno de las bodas televisadas

¡Qué vivan los novios!, dicen. Desde hace años, la entusiasta sociedad limeña de novelero corazón, se empaña los ojos de alegría, cómodamente ubicada en la humilde platea de sus casas, para dar fe y validez del casamiento de sus afamados retoños.
Descubrir un cósmico parentesco en su genealogía, como sucede con los más románticos, es uno de los fenómenos de las bodas de fama; nos identificamos con los novios. De repente, nos convertimos en abuelos de peloteros del balompié peruano, tíos de carnosas vedettes de lentejuelas, y hasta primos en enésimo grado de la consorte de algún príncipe británico caminando por las empedradas calles limeñas. Amamos las bodas.
No hay lista negra ni excluyente para la ama de casa, el jubilado del Estado, el taxista o el mil oficios del vecindario, con el poder de cerrar las puertas de las iglesias de Lima, y dejar afuera a los anónimos parientes. ¡Ya va a empezar la boda! ¡Enciende la tele!
¿Se debe ser televisivo para tener fama? Quizás. Televisar una boda es hacer del blanco vestido de cola larga, el bouquet de flores y el sí quiero, portada de coloridos diarios y artículo de críticos, y hasta el intelectual más serio se siente en el imperativo deber de analizar el espectáculo nupcial presenciado ante millones.
Y, ¿por qué no? Señores intelectuales, si nos quejamos a diario del canibalismo político, el decrecimiento económico, la violencia callejera y de todo lo malo que podría ser peor (siempre hay un peor), dediquemos esta semana algunas líneas más a las felices bodas. ¡Lancen arroz!
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