Humberto Abanto

El fracaso del Gobierno y el Estado frente a la pandemia

Ineptitud, incompetencia y corrupción

El fracaso del Gobierno y el Estado frente a la pandemia
Humberto Abanto
10 de mayo del 2020


I

El número de muertos por la pandemia, la profundización del déficit educativo y las críticas cifras de nuestra economía –que se traducirán en desempleo, pobreza y atraso– revelan el fracaso de quienes detentan el Gobierno y, como tales, administran el Estado. La realidad, para quienes no quieran cegarse ideológicamente, es que jamás, como en esta ocasión, el Estado peruano tuvo recursos suficientes para afrontar con éxito una crisis como la creada por la pandemia de Covid-19 y, a pesar de ello, fue incapaz de responder adecuadamente al desafío.

Todos esos recursos los tuvo gracias a que nosotros, todos, hemos contribuido directa o indirectamente para eso. Es que hay una verdad que siempre se esconde: el Estado no produce dinero, lo recibe de los contribuyentes, quienes sacrifican una parte de su renta para que se les provea de educación, salud, seguridad, justicia y protección social. En el caso peruano, ese dinero provino del hecho de que recuperamos nuestras libertades económicas, arrebatadas por la dictadura del general Juan Velasco, quien montó un modelo económicamente intervencionista que lastró al país y nos retrasó durante veinticuatro años.

Una enorme maquinaria de ineficientes empresas estatales desangró al Estado con sus incesantes pérdidas babilónicas ocasionadas por administraciones demagógicas, cuando no corruptas, impidió que el sector privado desarrollara actividades para las que estaba mejor preparado y liberara la fuerza creativa del pueblo. A su vez, convirtió al presidente de la República en el gerente general de un supermercado, responsable de que hubiese arroz, azúcar, aceite y leche, al tiempo que fijaba los precios de todos esos bienes. Fue la época en que un burócrata decidía el precio del perejil en el Perú, aunque esto parezca increíble hoy.


II

El modelo intervencionista llegó a su colapso en los 80 del siglo pasado. Había creado brutales crisis en los 70, paliadas con multitudes apaleadas. Oscuros tiempos en los cuales el Estado debía asignar los recursos y decidir quiénes debían tener éxito y quiénes no. El primer Alan García no escapó de esa línea de errores, pero supo abjurar de ellos y, cuando lo hizo y se le dio una segunda oportunidad, produjo el gobierno con las mejores cifras del primer quinto del siglo XXI. Ése es un hecho y lo demás son opiniones.

Así, las libertades económicas descuellan como la causa determinante de que el Perú creciese a tasas impensables durante el oscuro pasaje del intervencionismo estatal y, como producto de ellas, creado unos indicadores macroeconómicos que sustentan la calificación crediticia que le permite acceder al financiamiento barato. No fue el Estado quien logró esto. Fuimos nosotros, los privados, los que lo hicimos, cuando logramos que el Estado nos dejara trabajar y se dedicara a hacer lo que tenía que hacer.

Empero, el Estado no cumplió con su parte. Excepción hecha de los años corridos entre 2006-2011, las cifras de inversión pública han sido cada vez más y más decepcionantes. Fraudulentamente, los gobiernos se acostumbraron a cultivar la fantasía de equiparar la transferencia de recursos públicos con la ejecución presupuestal, renunciando deliberadamente al cómputo de ésta por resultados. No hizo escuelas, postas, hospitales, comisarías, fiscalías ni juzgados suficientes para dotarnos de la educación, la salud, la seguridad y la justicia por las que pagamos. Tampoco se dotó de agua potable, desagüe y electricidad a las grandes mayorías nacionales, las dejamos en la Edad Media. Ni se diga de una eficaz asistencia alimentaria a los más pobres, para defenderlos de la anemia infantil, la tuberculosis y otros males que cada día les arrebatan vidas.


III

A pesar de ello, las arcas del Estado se llenaron de dinero proveniente de los impuestos que pagamos todos nosotros. Algunos políticos, funcionarios y servidores públicos se aconchabaron con privados para meterse parte de ese dinero en los bolsillos. Pero, la regla general fue desperdiciarlos mandándolos a dormir el sueño de los justos mientras un interés particular no despertara el interés del político, funcionario o servidor público encargado de ponerlo a funcionar. Baste con decir que hicimos la carretera Interoceánica cuando no habíamos convertido la Panamericana en una gran autopista ni construido una nueva Carretera Central. El Estado hizo todo, excepto lo que debía hacer.

El pueblo, sin embargo, no sintió ni resintió la lenidad y la corrupción estatales debido a un mito que debe ser derrIbado: El de que solo el 30% de la PEA contribuye. Aun cuando no existen estudios sobre la penetración tributaria que detallen la incidencia de los impuestos en todos los sectores de la población, la existencia de impuestos indirectos, tales como, el IGV y el ISC permite asegurar que, sea que nos demos cuenta o no, todos nosotros aportamos nuestro dinero al Estado. Unos más y otros menos, pero todos lo hacemos y a todos nos toca el derecho de exigirle al Estado que lo convierta en servicios que son indispensables.

Si se tomara conciencia de que el dinero que tiene el Estado es nuestro, o sea, de todos los peruanos, no se aceptaría con facilidad que el detentador del poder nos diga en sus monólogos del mediodía que nos da un bono o tal o cual otra cosa. Tampoco se le permitiría preguntarnos qué habría pasado si no hubiese tomado tal o cual medida. Él tiene la obligación de tomar medidas porque solo él, que para ello se propuso y decidió asumir el cargo, tiene el poder de hacerlo y le pagamos un sueldo por ello. También tiene el deber de usar los recursos que le hemos dado para protegernos de un mal como el que se ha desatado, porque para eso se los hemos entregado.


IV

Ya llegados a este punto, toca decir que la suya no ha sido la mejor de las respuestas, porque todas han sido tardías cuando no insuficientes. Ha logrado, por ejemplo, crear el mito de que actuó prontamente y eso es falso. Adoptó la primera medida contra el brote de SARS-CoV-2 el 12 de marzo, pero los cinco primeros casos sospechosos se dieron el 25 de enero. Tardó cuarenta días en hacerlo. Peor aún, no impuso revisiones a los pasajeros que llegaban del extranjero después de que el 6 de marzo se confirmó el primer caso de Covid-19.

Sus medidas han sido, en su mayoría, inútiles para contener la crisis provocada por la pandemia. Puso todas sus expectativas en la cuarentena, olvidando que ella sólo era útil para ganar el tiempo necesario que permitiera adquirir pruebas moleculares que identificaran a los contagiados y trazar sus contactos desde la infección para aislarlos a todos, adquirir medicinas e incrementar la capacidad de respuesta del sistema de salud en camas UCI, al tiempo que se aprovisionaba de mascarillas, guantes y alcohol para distribuirlos no solo entre los trabajadores de salud sino también entre todos los ciudadanos.

No tuvo presente que éstos son, mayoritariamente, trabajadores del sector informal, que si no trabajan no comen. Optó por un bono en efectivo, cuando por el dictado de un toque de queda, tenía las condiciones favorables para adquirir y distribuir paquetes de alimentos y útiles de aseo con la ayuda de las fuerzas armadas y la PNP. Tal fue el nivel de imprevisión que no se calculó el aporte al contagio que daría la aglomeración de personas en el Banco de la Nación, primero, y en los mercados, después. Tampoco se le ocurrió subsidiar directamente los pagos de servicios públicos en los sectores populares que lo necesitaran ni la distribución de agua en cisternas donde no hay servicio de agua potable y desagüe.


V

Las cosas en cuanto al empleo no fueron mejores. Dispuso la paralización de la actividad económica y puso la carga sobre los hombros del sector privado, quien debía asumirla como una licencia con goce de haber. No se le ocurrió subsidiar masivamente las planillas formales e informales, sino que lo hizo tímidamente, sin mayor efecto. Era claro que eso traería un tsunami de despidos. El subsidio de sueldos y salarios era la respuesta apropiada para evitar justamente eso y, también, para no abrir la puerta a que los futuros desempleados tengan que comerse hoy el dinero de su vejez, por medio de retiros de sus cuentas individuales en las AFP que producirían un segundo desplome del mercado de cambios y del mercado secundario, el cual acabaría por evaporar los fondos de pensiones al liquidarlos a la baja.

El programa de créditos baratos a las empresas en todos los niveles ha sido un fiasco y lo será aún más. La timidez ha sido la característica central. Darle un mes de facturación promedio a empresas que quedarán paralizadas por casi noventa días, sino más, es manifiestamente insuficiente para salvarlas de la ruina. Bien visto supone, en la mayoría de los casos, la facilitación del dinero para pagar la mudanza, porque la acumulación de obligaciones impagas no podrá ser resuelta con sumas tan exiguas.

Por otra parte, la amenaza de una catástrofe humanitaria en los penales no fue conjurada. Ninguna medida efectiva para disminuir su sobrepoblación, hacinamiento y déficit de salubridad fue tomada. La regla general fue el anuncio de que estaban estudiando soluciones y la adopción de medidas tímidas que han acabado por convertir los penales en un polvorín, primero, y en focos infecciosos, después. El propio personal penitenciario fue expuesto a la infección al no dotársele de equipos de protección personal. La CIDH ha condenado “los hechos de violencia ocurridos en diversas cárceles del Estado peruano, derivados de protestas que reclamaban adecuada atención médica para evitar el contagio del virus que causa el COVID-19”, y urgido “al Estado de Perú a que adopte las medidas necesarias para garantizar los derechos a la vida, integridad personal y salud de las personas bajo su custodia, así como para prevenir la repetición de estos hechos”.

La prolongación de la cuarentena lo único que hará será profundizar el daño que se le ha inferido a la economía nacional, incrementar el volumen de desempleo y multiplicar el número de personas que volverán a la pobreza. Para no hablar del número de muertos y personas que, de una u otra manera, quedarán discapacitadas por la Covid-19. Una vez más habrá que decir que el poco bien que han hecho lo hicieron mal y el inmenso mal que han hecho lo hicieron bien.

Así que pongamos las cosas en su sitio. El desastre en que se ha convertido la pandemia de Covid-19 no revela las crueldades del sistema de libertades económicas –que las tiene porque el mercado no existe para hacer justicia–, más bien exhibe al desnudo la ineptitud, la incompetencia y la corrupción de un gobierno y un Estado –creados para hacer justicia y equilibrar las desigualdades– que han sido incapaces de usar para bien las inmensas cantidades de dinero que el sector privado les transfirió por la vía tributaria. Aquí no hace falta un impuesto a la riqueza, lo que se necesita es gente que sepa qué hacer y cuándo y cómo hacerlo, especialmente teniendo todos los recursos a su disposición. Todo lo demás es propaganda gubernativa y el hábito de lavarse las manos, sanitariamente plausible pero políticamente repudiable.

Humberto Abanto
10 de mayo del 2020

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